25 junio 2004

Juan P. - Escena I

Juan caminaba a primera hora de la mañana por una de las lustrosas calles del centro administrativo de su ciudad. Se detuvo ante un pequeño edificio de estilo barroco, sobre cuya entrada principal estaba escrito “Oficina de Servicios Municipales” en grandes letras plateadas. Y tras leer un par de veces el resplandeciente rotulo para asegurarse, entró en el edificio sacándose del bolsillo una hoja de papel.

La gran estancia, que servia de recibidor, estaba abarrotada de gente que iba, venia, hablaba, se paraba, esperaba, y algunos, incluso, escuchaban. Y para disgusto de Juan, la mayoría de gente que esperaba lo hacia ante la ventanilla de atención a la que él debía dirigirse.

Así que Juan, con resignación, se situó al final de la cola, y tras un disimulado intercambio de miradas con su predecesor, se preparó durante unos instantes para los muchos momentos de frustrante inactividad impuesta que le aguardaban.

Tras una larga espera, el lento e inexorable avance de la cola situó a Juan frente a la ventanilla, donde una señorita le sonrió ligeramente antes de preguntarle, con cortesía, que deseaba. Juan mostró su hoja de papel y comenzó a hablar, pero fue rápidamente interrumpido por la mujer:

- Ya veo. Viene por lo del resguardo. Creo que eso lo lleva el Departamento de Urbanidad. La segunda puerta a la izquierda. Tendrá que esperar un poco por que ahora estarán tomando el café. Siéntese si quiere.

Esto no agradó mucho a Juan, pues recordó que él ni siquiera había desayunado para así poder llegar pronto e irse lo antes posible. Pero estaba comenzando a pensar que las cosas no iban a ir tan rápido como el había creído.

Después de esperar un buen rato sentado en una silla de plástico, otra señorita de sonrisa ligera llegó por el pasillo y le hablo:

- Vd. debe ser el Sr. Pérez ¿verdad? – preguntó mientras abría la puerta al lado de la que había estado esperando Juan.

La muchacha entró en el despacho y Juan la siguió. Una vez dentro, mientras se sentaban, sacó su hoja de papel y se la mostró a la señorita, quien al verla, interrumpió a Juan antes de que pudiera iniciar la frase:

- Ya veo. Viene por lo de la póliza. Creo que eso lo lleva Alberto ¿Le importaría esperar aquí unos segundos?

Y sin esperar respuesta, la joven se levantó y salio del despacho dejando a Juan sentado allí solo.

No es que Juan fuera una persona colérica ni nada similar. De hecho, sus amigos le consideraban demasiado indulgente con las adversidades de la vida. Sin embargo, todo lo acontecido aquella mañana, comenzaba a resultarle molesto. Juan vio la parte racional de su cerebro como un hermoso castillo blanco, y fuera, había un montón de desagradables criaturas verdes que intentaban derribar sus enormes puertas con un ariete en forma de cabeza de carnero, mientras un anciano de barba blanca y corona dorada, las miraba con preocupación desde lo alto de la muralla.

La entrada en el despacho de un hombre acabó con la visión de Juan. El recién llegado se sentó en el sitio que hace un buen rato había ocupado la señorita de sonrisa ligera y hablo a Juan en tono serio:

- Vd. debe ser el Sr. Pérez ¿verdad?
- Si, yo soy – contesto Juan, esta vez teniendo mucho cuidado de hablar antes de enseñar la hoja de papel.

Sin embargo, de poco le sirvió la estrategia, pues en cuanto el hombre vio el folio, volvió a interrumpirle:

- Ya veo. Viene por lo del certificado. Creo que para eso necesitamos su ficha del archivo ¿Le importaría esperar aquí unos segundos mientras voy a buscarla?

Y al igual que su compañera, el hombre se levantó y se marcho sin esperar una respuesta por parte de Juan.

Las desagradables criaturas verdes ya habían conseguido penetrar en el hermoso castillo. Pero el anciano rey aun estaba defendido por unos cuantos soldados, aunque todos llevaban espadas de madera y parecían bastante desmoralizados ante la furia de las desagradables criaturas verdes.

Juan observó que había dejado caer su hoja de papel, la cual voló hasta la otra esquina de la estancia. Se levantó de la silla y se agachó para recogerla. Pero al irse a levantar, sus riñones parecían haberse llenado de vidrios rotos.

Juan se agarro la espalda y se dejó caer de rodillas mientras se recuperaba del recuerdo del dolor. Un ataque de reuma, pensó, justo ahora y aquí. Y la batalla del castillo, que se había detenido debido a un repentino estallido de dolor colectivo, se retomo con la llegada de refuerzos para las desagradables criaturas verdes.

El pobre Juan, encorvado en un perfecto ángulo recto, consiguió llegar hasta una de las sillas de la estancia y, usándola a modo de bastón, salio de la habitación.

En el pasillo se encontró con la mujer y el hombre que le habían atendido en el despacho, conversando alegremente apoyados en la pared. Juan, se acercó a ellos y, tras asegurarse de que no pudieran ver la hoja de papel, les habló en tono lastimero:

- ¡Por favor! Me ha entrado un ataque de reuma y no puedo erguirme. ¡El dolor es insoportable! ¡Necesito un médico!

Los dos compañeros miraron hacia abajo, y tras unos instantes en los que parecían decidir si el nuevo acontecimiento requería que adoptasen medidas al respecto, el hombre habló en tono disgustado:

- ¿Tanta prisa tiene que no puede aguardar unos segundos? ¡Esta bien, hombre, esta bien, ya voy a por sus datos! Bueno Claudia, te dejo, que ya ves que el señor tiene mucha prisa – añadió dirigiéndose a su compañera.
- Nada, no te preocupes. Ya se como funciona esto – le contesto ella con condescendencia.

Y sin dirigirle siquiera una mirada, ambos abandonaron al maltrecho Juan, marchando en sentidos opuestos.

Mientras las desagradables criaturas verdes estrangulaban a los últimos guardias, y el anciano rey se defendía en lo más alto de la más alta torre, Juan reunió la suficiente fuerza de voluntad como para avanzar, apoyándose en la silla, hasta la enorme estancia de la recepción.

Una vez allí, se dirigió directamente a la ventanilla, y elevando la voz para que la mujer que atendía pudiera oírlo desde su posición, suplicó:

- ¡Por favor, por caridad, necesito una ambulancia, un médico, un calmante al menos!
- Por favor, no se salten la cola – le respondió una voz desde lo alto.
- ¡Pero el dolor es insoportable!
- ¿Qué cree que pasaría si dejase que la gente se colase con cualquier excusa? ¡Esto seria un caos! – dijo la voz.
- ¡Esto ya es un puto caos! – una especialmente desagradable criatura verde acababa de desarmar al rey con un certero golpe de su garrote - ¡Le digo que me estoy muriendo de dolor y que necesito ayuda!
- ¡Oiga el de delante, termine ya! – esta vez la voz venia de detrás.
- ¡Eso, encima de que se cuela, nos hace perder el tiempo! – más voces desde atrás. La especialmente desagradable criatura verde bajaba la torre llevando al rey cogido por el cuello.
- ¡Será cara dura! – algunas desagradables criaturas verdes ataban al pobre rey a un poste mientras otras apilaban troncos a sus pies.
- ¡Sinvergüenza!

El eco del estruendo avanzó por todo el recibidor, acallando las voces que encontraba a su paso. Juan sostenía en alto la silla con la que acababa de golpear el cristal protector de la ventanilla. Su frente estaba empapada en sudor y solo era capaz de hablar de manera entrecortada:

- ¡Que – cojones - pasa – aquí!

Todo ocurrió en menos de un segundo. La gente presente en la estancia se tiró al suelo con las manos sobre la nuca, llorando algunos y gimiendo otros. Juan levanto la cabeza para ver como dos guardias jurados le apuntaban con sus armas. Uno de ellos le hablo con voz temblorosa:

- Tranquilícese. Nadie quiere hacerle daño. Ahora, muy despacio, deje la silla en el suelo y apártese de ella.

Vistos los acontecimientos, eso parecía lo más sensato. Juan lo pensó por unos segundos y vio como una horda de desagradables criaturas verdes bailaba alrededor de una hoguera en cuyo centro ardía el viejo y sabio rey. Juan cogió la silla con firmeza, la devolvió al suelo procurando hacer bastante ruido – lo que produjo un escalofrío en los guardias – y habló lo más firmemente que pudo, sin siquiera molestarse en levantar la cabeza:

- Tengo una silla y no dudare en usarla. Ya han visto de lo que soy capaz.

Unos instantes de silencio fueron sucedidos por un rozar de metal contra piedra. Y a continuación, un par de pistolas aparecieron deslizándose en el campo de visión de Juan hasta chocar con sus pies.

Y mientras, en la calle, el sonido de muchas sirenas se acercaba rápidamente.

CONTINUARA…

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Espero que se lie a sillazos en nombre de todos los que sufrimos la "burrocracia".

Loki

Anónimo dijo...

La escena final con las pistolas me suena de alguna película, pero no consigo recordar cual

Abe

Anónimo dijo...

¿¿Seguro que eso es lo que esta pasando realmente?? Yo diria que para que le lanzasen las pistolas deberia coger algun rehen... Pero bueno, cada uno con su estilo

Dulivan

El Aprendiz dijo...

¡Dios!

Ya imagino la siguiente parte. Dulivan el castigador entra por la ventana armado hasta los dientes dispuesto a castigar el mal en su foma más pura y se carga al chico que habia entrado a preguntar por los servicios.

Uy, perdon, cruce de blogs :P

P.D: Historia cojonuda, como las demás.