26 junio 2007

El caso de la epidemia - I

Anteriores casos de la inspectora Salgado:


La oscura habitación estaba cargada de esa atmósfera, más fruto de la aprensión humana que de los agentes ambientales, que producen los velatorios. En un extremo, una joven de veinte años largos dormitaba, agotada, en una vieja silla de madera. En el otro, una señora de sesenta años cortos se mantenía rígida en la suya.

El doctor Varela observó brevemente las cajas que, paralelas, ocupaban el centro de la estancia y se volvió hacia sus dos acompañantes en la esquina más cercana a la puerta:

- Coincidirá conmigo, doctor, en que es altamente irregular --susurró.
- Posible no obstante. ¿Quizás algún tipo de afección hereditaria? A fin de cuentas eran parientes cercanos.
- Tal vez padeciesen la misma afección, ¿pero fallecer ambos al mismo tiempo y justo cuando el muchacho visita a su tía?
- Quizás la afección se agravase ante la presencia de un agente externo.
- También lo he barajado. Pero según me han informado, el chico llevaba aquí algo menos de una semana. Me resulta difícil concebir un patógeno que afecta a dos personas hasta su muerte en tan poco tiempo pero que no causa ni una ligera tos en la empleada del hogar que comparte la vivienda.

El doctor Alberdi meditó unos instantes echándole su propio vistazo profesional a la pareja de ataúdes antes de responder:

- Desde luego es el dato de la asistenta lo que convierte el caso en algo tan extraño. ¿No podría darse que fuera ella inmune al patógeno en cuestión?
- Demasiadas coincidencias como para no merecer algunas indagaciones.

Esta vez fue la inspectora Salgado quien habló, su atención más centrada en las dos vidas que ocupaban las sillas. Alberdi sonrío ligeramente.

- Por eso la llamé a usted señorita inspectora. Si hay algo extraño aquí, confío plenamente en que usted pueda descubrirlo.
- ¿Las conocía usted, doctor? --preguntó ella haciendo caso omiso del halago y señalando con un leve movimiento de cabeza hacia las otras dos mujeres de la sala.
- A la señora si. Era una vieja amiga de doña Esperanza. Siempre que venia de visita la encontraba aquí tomando el té o jugando a la baraja. Se llama Alejandra Miramar.
- ¿Y la muchacha?
- Solo se que era la novia del chico. Pero nunca coincidimos.
- ¿Puede decirme algo de la relación entre la señora Ferrer y su sobrino?
- Me temo que no. De hecho, la señora Ferrer jamás me había hablado del muchacho hasta su último chequeo. Cuando me comentó que iba a venir a visitarla.
- Ya veo.

Una joven asistenta entró sigilosamente en la habitación y, tras un cortés saludo a las tres figuras de la esquina, susurró unas palabras al oído de la mujer mayor. Levantándose esta con la misma rigidez con la que había permanecido sentada, anunció en baja voz y con tono formal que el té estaba servido en la sala de invitados.


Las gruesas cortinas de la salita de invitados dejaban la estancia en penumbra. Aun así resultaba un cambio agradable respecto a la luz de las velas que iluminaban el velatorio. Sin contar que no resultaba igual estar en torno a dos ataúdes que a una mesita redonda con sus tazas de té y su plato de pastas. En cualquier caso, el ánimo y disposición de los asistentes no había cambiado en demasía. A excepción de la joven muchacha que, despejada por el cambio de estancia, echaba discretas miradas de reojo al resto de ocupantes de la habitación.

Una vez los invitados hubieron ocupado algún asiento, a excepción de Alberdi, que permaneció de pié apoyado en el sofá de su superior, la asistenta comenzó a servir hábilmente. Acabado lo cual, se disponía a salir cuando fue aludida por la inspectora:

- Muestra usted mucha destreza en su trabajo.

La joven, sorprendida por el halago casi tanto como por ser aludida por uno de los invitados de la casa, parecía dudar. Situación que aprovecho sin titubeos la señora Miramar:

- Esperanza tenia un gran ojo para el servicio. De hecho, no toleraba el más mínimo desliz; estricta en todo lo referente al cuidado de su casa, como corresponde a una dama de su posición. Antes de dar con Margarita tuvo empleadas a otras seis muchachas en tan solo dos semanas.

La anciana dama se expresaba con un tono formal y ceremonioso. Cargado un tanto de orgullo y, a veces, con cierto aire de desprecio. Matices estos que asomaron, por un instante, a su rígido rostro cuando Salgado decidió continuar la conversación con la muchacha:

- Suena como una labor dura. Muy cansado.

La asistenta miró nerviosamente primero a la inspectora y, después, a la señora Miramar, claramente incómoda por haber sido aludida en lugar de esta última. Por su parte, la dama no parecía dispuesta, ni acostumbrada, a dejarse apartar tan fácilmente de la conversación:

- Doña Ferrer --dijo remarcando el «doña»-- siempre ha sabido corresponder debidamente al servicio. Ni a las más patosas de sus criadas les faltó de nada mientras permanecieron aquí. Resulta indignante que la policía se deje guiar por rumores --finalizó aumentando sutilmente el matiz de desprecio de su voz.

La rígida fachada de la señora Miramar se descompuso ligeramente ante la consciencia de su indiscreción, al percibir el aire de curiosidad que acababa de despertar en la joven policía. La inspectora no pudo evitar una ligera sonrisa cuando la anciana corrió a refugiarse tras una de las tazas de té. El doctor Varela tomó la palabra desde su silla en frente de la señora:

- En realidad eran algo más que rumores. La señora Ferrer era muy reservada para esos temas, pero a nadie que visitase la casa con cierta asiduidad se le escaparía la decadencia de la hacienda Ferrer.

- ¡Doctor, por favor!

La taza de té temblaba sobre el plato en la mano de la indignada señora Miramar. Taza que dejo caer, atónita, cuando el doctor Alberdi comentó, con aire despreocupado «la de trabajo que les daban esas rancias familias venidas a menos».

La inspectora miraba a su compañero con aire de reconvención mientras la señora Miramar, tratando de disimular lo ocurrido, llamaba a la asistenta para que recogiera los platos rotos.

- Ya voy yo doña Alejandra --se ofreció el doctor Varela ante la demora de la asistenta y la insistencia de la señora--. Usted tranquilícese.

Mientras el doctor abandonaba la habitación, la señora Miramar evitaba mirar siquiera al doctor Alberdi. La inspectora Salgado, por su lado, centró su atención en la joven que tenia en frente, quien aparto nerviosa la mirada. La agente iba a preguntarle algo cuando el doctor Varela regresó, apareciendo con gesto grave en el umbral de la puerta:

- Me temo que tengo que pedirles a todos que abandonen la casa. Se trata de una epidemia.

La novia del joven fallecido miró, asombrada, la figura en el umbral, mientras el otro doctor acudía en socorro de la señora Miramar, quien se había desmayado ante lo súbito del anuncio. Salgado, por su parte, se levantó y se dirigió a la puerta:

- ¿Donde esta el cuerpo?


Cuando ella y Varela llegaron a la cocina, el cuerpo inerte de la joven asistenta yacía en una silla. Con los brazos colgando y la cabeza reclinada hacia atrás. Su rostro, sereno, como si durmiera. En la mesa, frente a ella, una taza aparecía mediada de té sobre el plato. No muy lejos la cucharilla que lo había removido permanecía en el azucarero, al lado del resto del juego, perfectamente ordenados.

- ¿Los mismos síntomas que la señora Ferrer y su sobrino?
- Exactos.

Salgado miro fijamente la mesa, y luego más allá, a través. El doctor Varela seguía hablando a su lado:

- Siento mucho haberla molestado para...

Pero ella no estaba allí para atenderle. Tan solo dijo:

- ¿Que se hace en estos casos con los cuerpos?
- Se llevan a Pompas Fúnebres para que los mantengan aislados mientras se arreglan los detalles legales y espirituales. Al día siguiente, dos como mucho, se incineran o entierran bajo sosa y cemento.

- Ya veo. En ese caso, vayamos a Pompas Fúnebres.
- Se lo agradezco, pero no hace falta que venga. Este es un caso médico.
- Este --y señaló al cuerpo que reposaba sobre la silla-- es un caso de asesinato.

El doctor Varela abrió la boca para replicar. Pero al final no dijo nada.


El caso de la epidemia - II