13 diciembre 2004

Maltratado de Historia I: La Prehistoria

Pues todo empezó hace la tira de años. Resulta que el ser humano ya pululaba por el mundo ya, pero sin demasiado alboroto. Lo típico de un mamífero: nacía, crecía, se alimentaba, se reproducía y moría.

Claro, con tan poca variedad de opciones por escoger, pues la mayoría - especialmente los machos de la especie - optaba por la de reproducirse la mayoría del tiempo. Y para que luego digan que la democracia no funciona, esto produjo gente a mogollón que empezó a desparramarse por la Tierra en cuanto la Cuna de la Vida esa se les quedó pequeña.

Resulta que un buen día a uno de estos felices seres se le dio por abrir la boca e inventar una palabra. Sin embargo sus compañeros de cueva le indicaron que estaba mejor callado mediante el típico apedreamiento - forma de debate muy al uso en aquellos tiempos - y la cosa no pasó de allí.

La gente siguió siendo feliz naciendo, creciendo, alimentándose, reproduciéndose y muriendo (si bien esto último no les hacia especialmente felices). Hasta que a un brujo le dio por echar unas hierbas aromáticas en la hoguera. Y claro, a los veinte minutos aquellas gentes hablaban como chocolateras y nadie apedreaba a nadie (aunque si hubo muchos reproducimientos).

Y se armó el petate. La gente empezó a ponerles nombres a las cosas como si aquello no costara (y de hecho, no lo hacia). Al principio la cosa no avanzó mucho por que el lenguaje estaba compuesto principalmente por palabras referentes a las hierbas aromáticas del brujo y a su hija (que parece ser que estaba de toma pan y moja, lo que en aquellos tiempos se llamaba una “hierba aromática”).

Después de que esta monotonía lingüística causara varios accidentes mortales - derivados principalmente de usar la expresión “hierba aromática” para decir tanto que detrás de aquel arbusto estaba la hija del brujo como que detrás de aquel arbusto había un tigre dientes de sable - a alguien se le ocurrió ampliar un poco el vocabulario, lo que conllevo su apedreamiento, esta vez para mostrar el regocijo del grupo ante la idea. También hubo quien sugirió que utilizar el apedreamiento como forma de expresión no parecía muy provechoso. Sugerencia rechazada por sus congéneres con el método pertinente.

Paso el tiempo y la gente comenzó a emplear un lenguaje para comunicarse. Y claro, se hicieron más productivos (y algo más reproductivos) y comenzaron a ser más eficientes en todas las tareas diarias, lo que les dejaba bastante tiempo libre que solían emplear en la cueva en torno a una hoguera de hierbas aromática del brujo.

Claro esta, con este consumo, las hierbas aromáticas de los alrededores se acabaron en un decir Segismundo. Así que alguien pensó que lo mejor seria que ellos mismos cultivasen sus propias hierbas aromáticas. Tras apedrearle, el resto de la tribu se puso manos a la obra. Buscaron un buen sitio para plantar, sembraron, cuidaron y recogieron. Y en un par de estaciones, la alegría volvió a la cueva del brujo.

Poco a poco, estos seres primitivos fueron dándose cuenta de que si cultivaban también comida tenían aun más tiempo libre que pasar en la cueva del brujo. Y a alguien (que luego seria recordado como “el apedreado”) se le ocurrió sugerir que podían hacer algo parecido con los animales. Y aunque los primeros intentos de domar tigres dientes de sable fueron bastante frustrantes, la peña logro tener unas granjas bastante apañaditas.

Cuanto más tiempo libre tenían, pues más se reproducían y, sobre todo, más tiempo pasaban en la cueva del brujo - de hecho, ambas actividades solían ir unidas -. Y en la cueva del brujo comenzaron a surgir ideas la mar de graciosas: cuando a alguien se le ocurrió hablar de la existencia de seres superiores dotados de conciencia la tribu estuvo un buen rato riéndose a mandíbula batiente. Y ya ni hablemos de lo de pintar en las paredes con tierra:

- Hey, mirad lo que he pintado en la pared. Una gran roca viviente de pelambre (NdT: un mamut, vamos).
- Jó tío, parece que se mueve…
- Ya, y esta como saliendo p´aca (NdT: con bultos).
- Hey, mi mano también esta saliendo p´aca y se mueve…
- ¡Seréis hijos de una gran roca viviente de pelambre! Os voy a… (NdT: este es el brujo).

Pero el caso es que ambas actividades calaron. A lo de hablar de entes superiores y pajas mentales similares se le dio el nombre de “reír mogollón”, que con el paso del tiempo se acorto en “reirllón”, que finalmente se transformó en “religión”. Y a lo de enguarrar las paredes de la cueva del brujo se lo llamo “armar tomate” - pues la cosa solía desembocar en un follón monumental con el brujo - que más tarde se redujo a “arto”, que poco a poco derivaría en “arte”.

Y así fue como surgieron los primeros asentamientos humanos vamos. Cuanto más avanzaban sus técnicas de agricultura, más tiempo se pasaba en la cueva del brujo. Y cuanto más tiempo se pasaba en la cueva del brujo, más se desarrollaban sus técnicas de agricultura, más ideas nuevas e inservibles surgían y, sobre todo, más se reproducía.

De esta forma, poco a poco, en torno a algunas grandes riveras fluviales (NdT: la orilla el río) surgieron los primeros imperios humanos. Pero de eso, hablaremos largo y tendido otro día.

23 agosto 2004

Sueños: Mar

“Tras un camino de miedo se encuentra un mar que se extiende más allá del horizonte.”

“¡Cuidado, minas!”
El cartel no dejaba lugar a dudas.
Mi pequeño amigo se agachó a recoger tres ramas largas y finas caídas al borde de la carretera de un solo carril.
- No os preocupéis – nos dijo entregándome uno de los bastones y el otro a nuestro lacónico compañero.
Los aceptamos. Mis dos sobrinos se agarraron de mis brazos y los cinco comenzamos a avanzar tanteando el suelo con las varas.
El día era luminoso y agradable, aunque el sol no aparecía por lugar alguno. La gris carretera, estrecha y uniforme, estaba bordeada en un extremo por una hilera infranqueable de altos árboles, tan verdes como la primavera.
- Creo que deberías tantear algo más lejos de ti – aconsejé a mi pequeño amigo -. Si ahora detectas una mina, será casi como encontrarla con el pie.
Él me miró y después a nuestro silencioso compañero, quien asintió con la cabeza ratificando mi parecer.
- ¿Sabéis? – nos contesto con aire tranquilo -. No me preocupa.
Aunque no tenía pensado responder, algo llamó mi atención que me hubiera impedido hacerlo de todas formas. Mis jóvenes sobrinos se apretaban contra mis brazos con síntomas de miedo.
Al mirarles, vi que iban fijándose en la carretera, o más bien, en los pedazos de periódico que, atrapados en el cemento, permitían leer claramente sus titulares.
- No tengáis miedo – les dije con el tono más reconfortante del que fui capaz -. Solo son periódicos que la gente tiró al cemento de la carretera cuando aun estaba fresco.
Mi sobrino me miro con aire escéptico y pregunto:
- ¿Y por que todos dan malas noticias?
Ante esta observación, comencé a fijarme en los titulares y vi que el niño tenía razón. Todas las noticias trataban sobre muerte y horror. Una voz decidida, casi agresiva, que conocía muy bien, interrumpió mis pensamientos:
- ¡Esto es absurdo!
Mire hacia arriba y vi como mi pequeño amigo había soltado su bastón y caminaba de forma rápida y decidida mientras seguía hablando:
- Si hubiese minas aquí, estas deberían ser anteriores a la carretera, pues dudo que el ayuntamiento vaya minando los caminos. Y si son anteriores a la carretera, los trabajadores que construyeron esta ya deben haberlas encontrado.
La lógica me pareció irrefutable. Mire a nuestro silencioso acompañante y ambos soltamos nuestras ramas, tras lo que retomamos el camino más confiados.

Por fin llegamos al mar.
Las montañas formaban una especie de cuenco en torno al agua, pero dejando una salida al océano abierto en frente, simulando la forma de una gran herradura. En la posición opuesta a la salida, casi hasta el centro de la herradura, se adentraba un muelle artificial de blancos bloques de cemento, dispuestos en dos pisos.
La carretera desembocaba en el muelle.
Comenzamos a avanzar por el piso superior, que discurría por el centro del inferior como una pequeña muralla que dividiese este en dos. Mi pequeño amigo nos precedía solo algunos metros, pero su voz me llegó distante, aunque clara:
- Por eso me gusta el mar, por que no sabes lo que hay al otro lado.
Esto me pareció algo carente de sentido. ¿Qué iba a haber al otro lado del mar? América, si se trataba del Atlántico, o los eternos hielos si se trataba del Cantábrico. Bueno, pensé, eso de los eternos hielos me agrada, realmente son un espectáculo maravilloso. Pero no creo que se refiera a eso…
El mar presentaba ese tono mágico e indefinible que tan raras veces se ve, entre azul y verde a partes iguales. El cielo, era casi otro mar, de un intenso azul celeste y sin una sola perturbación que rompiese su armoniosa homogéneidad.
Por fin, llegué al final del segundo piso del muelle, que terminaba un poco antes que el primero, y dejando a mis sobrinos con mi silencioso amigo, bajé de un salto.
Me senté allí, apoyando la espalda contra el muro del segundo piso y miré al mar que se extendía ante mí.
Las montañas habían desaparecido de mi rango de visión, de tal forma que solo podía apreciar una infinita extensión de agua transparente a la par que azul, a la par que verde. Allí a lo lejos, tan lejos que nadie puede llegar, se unía difusamente con un cielo transparente, a la par que azul, a la par que blanco. Y allí sentado, comprendí lo que mi pequeño amigo quería decir: nunca nadie podrá saber jamás lo que hay al otro lado del mar.

09 agosto 2004

Dos Minutos en el Infierno

- ¡A ellos!
Salto de la trinchera y comienzo a correr.
La lluvia me agarrota los músculos.
Sigo corriendo.
Cientos de explosiones iluminan la noche.
Los gritos de mis compañeros no me dejan oír ni mis propios alaridos.
De terror, estoy gritando de puro terror.
No puedo parar de avanzar.
En el horizonte, cientos de intermitentes luces incandescentes.
Quiero correr alejándome de ellas.
El terror no me deja darles la espalda.
Más explosiones.
No se que piso.
El olor me marea.
- ¡Al suelo!
Alguien a mi lado se tira al suelo.
Le sigo.
Grito y disparo, o eso creo.
¡Estaba pisando cuerpos!
Algo explota a mi lado.
Algo caliente me salpica la cara.
Mi oído pita.
Cuerpos caen sobre mí.
El terror me hace levantarme y correr de nuevo.
Corro y disparo.
El humo no me deja ver.
Me pican los ojos.
¿Por qué no me paro y ya esta?
El oído me quema de dolor.
¡Dios Santo están viniendo!
Más y más gritos.
Silbidos en el aire.
Mi brazo se empapa de algo cálido.
Más explosiones.
Los silbidos en el aire vienen también de mi espalda.
- ¡Ya están aquí!
Estoy aterrada.
Quiero que todo acabe.
Disparo a todo lo que se mueve delante.
Una explosión ilumina la noche.
Un enemigo.
Su cara.
Sus ojos.
Mi mismo terror.
Pero lo conozco.
Es un chico, el era mi…
- ¿Clara?
Disparo llorando de ira.
Muerto.
Explosiones.
Silbidos.
Gritos.
No noto el brazo.
¿Le he matado?
¡Le he matado!
Explosiones
Silbidos.
Gritos.
Una luz resplandece.
El calor inunda mi cuerpo, el dolor avanza con él.
Me devora.
Todo es luminoso.
No siento nada.

03 agosto 2004

Venganza

El general Robles se detuvo ante la gran ventana detrás de su escritorio.
Fuera, la guarnición de palacio iniciaba el cambio de guardia mientras por la entrada del patio circulaba un incesante tráfico de motocicletas con importantes mensajes de campaña.
Alguien llamó a la puerta.
- Adelante.
- Fausto ha sido traslado a la sala de interrogatorios como ordenó Su Excelencia.
- Bien, iré en seguida.
Mientras el joven oficial cerraba la puerta del despacho, el General echó un vistazo a un oscuro rincón de la habitación, donde un hombre permanecía de pie, apoyado en la pared, casi imperceptible.
La sombra hizo un leve movimiento de asentimiento, y el general Robles se encamino a la puerta.

El estado del llamado Fausto era realmente lamentable. Sin embargo, su mirada se mantenía firme y sus labios cerrados. Aunque ese hombre podía proporcionarle la información que necesitaba para el dominio total del Planeta, su fortaleza agradaba al general más que enfurecerle.
- No creo que de mucho más de si, Su Excelencia – comentó el oficial al cargo de la tortura -. Lo más recomendable seria emplear el suero.
- No aplicaré el suero con él. Ha sido un oponente digno.
El prisionero lanzó al general una mirada cargada de odio, pero que dejaba entrever algo de desesperado entretenimiento.
- Ahora va a resultar que el mismísimo Robles sabe lo que es la dignidad. Quizás debiste habérselo explicado mejor a tus hombres cuando les enviaste a arrasar mi ciudad.
La cara de Fausto se congestionó con la ira.
- ¡Puedes meterte tu código del guerrero por donde te quepa! Si la situación fuera a la inversa yo no tendría ningún miramiento contigo. No pararía hasta que sufrieras lo que yo sufrí, hasta que supieras como me sentí cuando me lo quitaste todo.
La expresión del general no vario un ápice durante todo el discurso de su enemigo. Cuando este hubo terminado, sacó su revolver de la cartuchera y le apuntó a la sien.
- Se perfectamente lo que se siente al perderlo todo – dijo mientras apretaba el gatillo.

El general miraba desde su silla al oficial que tenia enfrente, pero su expresión delataba su ausencia. El oficial continuaba su discurso con obediencia militar:
- Más de cincuenta mil hombres. El Plan Quimera se desarrolla a la perfección, los informes al respecto deben estar al llegar. Y en cuanto a China, la firma del tratado de rendición se ha completado casi sin incidentes.
- ¿Y Argentina? – preguntó Robles con la misma expresión de abstracción en su rostro.
- Bueno. Ha sido una lastima no poder obtener ninguna información adicional de Fausto. Sin embargo, su captura seguramente supondrá un duro golpe para los rebeldes. Quizás fuera un buen momento para aumentar nuestra presión en la zona.
- De acuerdo. Envíe al Escuadrón Sombra. Ellos sabrán que hacer.
- Si Su Excelencia.
Tras una mecánica reverencia, el oficial preguntó si no se le ordenaba nada más. Y ante una respuesta negativa de su superior, dio media vuelta y abandonó con decisión la estancia.

La oscuridad de la noche parecía ahogar la luz de las lámparas.
De uno de los rincones de la habitación, surgió una sombra para definirse poco a poco, hasta convertirse en un oficial de la edad del General, con un uniforme negro más sencillo que el del resto de sus compañeros.
- Parece que casi ha terminado, Su Excelencia.
- Sin Fausto, Argentina caerá irremediablemente.
- A veces pienso que debí dejar que Fausto te matase aquella tarde.
- ¿Y por que no lo hiciste?
- Bueno, soy tu guardaespaldas, y creo recordar vagamente que también tu amigo.
El general se levantó y comenzó a caminar meditabundo por su despacho. Mientras, su acompañante sacaba algo de licor de un mueble y llenaba un vaso. Aún tuvo tiempo de tomar un par de tragos antes de que su superior volviese a hablar:
- Estoy tan cerca de lograrlo…
- ¿Tu venganza?
Robles disimuló un escalofrío que le detuvo unos instantes:
- La salvación del Planeta. El orden y la paz absolutos.
- Vamos, vamos. Yo no soy tu gabinete de prensa.
El general volvió a detenerse por un momento antes de reanudar la charla, esta vez algo más nervioso:
- Bueno si, también mi venganza ¿Contento?
- A mi hace tiempo que me da igual. La pregunta es si tu estas contento.
- ¿Qué quieres decir? ¡Estoy a punto de cumplir mi ideal, mi sueño! ¿Cómo no voy a estar contento?
- Oye, en serio. Si vas a seguir con eso del “mundo perfecto bajo un Nuevo Orden de ley y paz” por mi lo dejamos.
- ¿Entonces que quieres que te diga? – respondió el general parándose en seco y girando hacia su interlocutor.
Este se limitó a tomar un pequeño sorbo de su vaso y a responder con total calma:
- Quiero saber si la venganza es tan buena como esperabas.
- ¡Claro que lo es!
El general respondió de inmediato. Sin embargo, tras pronunciar estas palabras se quedo durante unos segundos meditando. Luego, continuó con un tono de voz menos seguro:
- Lo perdí todo. Mi mujer, mis hijos, mis amigos... ¡Todo!
Y mientras recordaba momentos pasados, la confianza volvía a su voz, esta vez apoyada en la ira.
- ¡Ahora sabrán lo que sufrí! Esta raza de enfermos sentirá su propia crueldad. Y después, nadie tendrá que volver a pasar por lo que yo pase.
El general permaneció inmóvil, con los puños apretados, mirando fijamente a su guardaespaldas. Este se limito a levantarse del borde del escritorio donde se había sentado y a terminarse de un trago el considerable contenido de su copa.
- Desde luego has enseñado a la raza humana lo que es sufrir. Veintitrés años de interminable y sangrienta guerra mundial. Miles de millones de personas muertas, torturadas, huérfanas, viudas…
- ¿Y que querías que hiciera? – grito el general con la frente empapada en sudor.
- ¡Recuperar lo que te quitaron!
Esta respuesta desconcertó a Robles, que intento preguntar, pero fue interrumpido por su interlocutor, que ahora le hablaba mirando a la pared.
- No lo perdiste todo aquel día, Robles. Cierto, tu mujer y tus hijos fueron asesinados, junto con algunos de tus compañeros. Pero todavía quedábamos algunos buenos amigos. Todos sentimos la pérdida, pero pudimos habernos recuperado, juntos. Y quizás, al final, hubiera llegado un día en que volviésemos a estar unidos y felices, honrando la memoria de aquellos que se fueron.
El hombre de negro se giró bruscamente para enfrentarse a Robles con la desesperación brillando en su mirada.
- ¡Pero no! Tú tuviste que hundirte en el odio, en el rencor. Todos los demás te fueron abandonando. Todos menos yo. Y pude ver como una y otra vez hacías lo mismo que te hicieron a ti. Lo mismo que nos hicieron a todos.
El hombre avanzaba hacia su superior señalándole con el dedo mientras que sus ojos eran bañados por las lágrimas.
- ¡No Robles, no fue la raza humana quien te negó al felicidad, fuiste tu solo! Tu solo te encerraste en tu odio, y después en este nauseabundo palacio. Tu solo apartaste a todos aquellos que pudieron haberte hecho recuperar lo que perdiste.
El oficial se paro a unos pasos de su amigo, bajo el brazo, y su tono de voz pareció dejarse llevar por la desesperanza:
- Si tanto odias a aquellos que en su momento te privaron de la felicidad, ódiate con la misma fuerza a ti mismo, pues tú te has privado de ella para el resto de tu vida.

Un disparo resonó en la noche.
Grandes focos se encendieron en los muros, y decenas de hombres corrían por las estancias del palacio siguiendo un plan de emergencia.
Y en un oscuro despacho, un oficial vestido de negro sangraba tumbado en la alfombra con una sonrisa de paz en sus labios. Y mientras sus ojos se cerraban, recordó aquella tarde en la que a sangre fría, mato a la mujer y a los hijos de su mejor amigo.

08 julio 2004

Juan P. - Escena III

Juan caminaba por el recibidor, torpemente apoyado en la silla, con la mano libre sobre su maltrecha espalda. Paseaba entre decenas de cuerpos tumbados boca abajo con las manos sobre la nuca. Algunos murmuraban al oírle pasar; otros sollozaban; y la mayoría se mantenía en silencio.

A medida que andaba, notó como un rumor crecía en el exterior del edifico. Suave al principio, pero cada vez más alto y furioso. Por fin, Juan reconoció que el rumor, que se había convertido en un estrépito, estaba formado por numerosas voces que gritaban al unísono. Una nueva punzada de dolor acuchillo los riñones de Juan al comprender el significado de las altisonantes palabras:

- ¡Juan, valiente, / te quiere toda la gente!”

Juan aun no daba crédito a sus oídos cuando la amplificada voz del Sargento Ruiz volvió a sonar en el exterior:

- ¡Por favor, mantengan la compostura!
- ¡La Administración, / menudo tostón! – Respondieron las voces al unísono.
- Se trata de un secuestro – la voz del Sargento de Policía sonaba algo alterada -. Dejen que nos ocupemos del asunto.

Mientras el Sargento Ruiz discutía con las voces, Juan corrió – o más bien, se arrastró como pudo – hasta el televisor que seguía emitiendo en el suelo con la pantalla hacia arriba.

De nuevo, la bola de terciopelo rojo ocupaba la parte inferior de la imagen, pero esta vez, era una mujer de unos cuarenta años quien le hablaba:

- Pues me parece muy bien lo que ha hecho Juan. Por que las amas de casa de este país ya estamos hartas de que se nos desprecie. ¡Juan, te apoyamos!

Detrás del ama de casa, un gran número de personas gritaban alzando los brazos y enarbolando pancartas donde se leía “¡Juan, no te rindas!” o “¡Todos con Pérez!”.

Juan cambió de cadena. Esta vez, una bola azul y un muchacho de unos 20 años ocupaban la imagen. Detrás, un grupo de personas, al parecer bastante alteradas, eran empujadas de forma poco amable por una fila de antidisturbios. El chico habló a la bola azul:

- ¡Ya era hora de que alguien hiciese algo! No podemos permitir que se siga destruyendo el Amazonas con fondos de nuestras arcas públicas. Ese Pérez es todo un héroe.

Nuevo cambio de canal. Una bola de terciopelo negro y un caballero mayor que le habla:

- Menos mal que aun quedan personas con agallas. Y es que lo de nuestra Administración es intolerable, todo manga por hombro. Alguien tenia que dar un toque de atención a ver si las cosas se ponen en su sitio. Si no lo hubiera hecho el Sr. Pérez, tengo miedo de que lo hubiera hecho yo cualquier día de estos.

El dedo de Juan volvió a pulsar el botón y el señor y la bola negra dejaron paso a una mesa de madera alrededor de la cual estaban sentadas varias personas. Un tipo de traje tenía la palabra:

- Y es normal que ocurran este tipo de cosas mientras mantengamos una actitud permisiva con los países islámicos.
- Al contrario – respondió un muchacho de camisa, sentado al otro lado de la mesa -. Precisamente cuanta más presión ejerzamos sobre los países árabes, más casos como el que acontece en la Oficina de Servicios Municipales tendremos.
- En mi opinión – una mujer elegantemente vestida toma ahora la palabra – el caso del Sr. Pérez debería hacernos reflexionar un poco más sobre lo que ocurre dentro de nuestras propias fronteras. Deberíamos preguntarnos como un ciudadano de nuestro país puede acercarse de esa forma al terrorismo internacional.

Juan no daba crédito a lo que oía. Volvió a cambiar de canal, para ver como la mesa de madera era sustituida por un par de sofás. En uno de ellos, una mujer lloraba amargamente, mientras otra le consolaba:

- Vamos, vamos, tú no tienes la culpa.
- Si – respondió la mujer entre sollozos -. Si le hubiese prestado más atención a Juan, el ahora no estaría haciendo esto.

Juan noto como las desagradables criaturas verdes salían de su embriaguez y comenzaban a derribar el castillo piedra a piedra. Él no conocía de nada a aquella mujer, ni tenía relación con el terrorismo islámico, ni con el Amazonas, ni con las amas de casa. Él solo quería un calmante y una firma.

Golpeó con la silla el aparato de televisión, justo cuando un hombre entraba en escena preguntándole, con muy malos modos, a la mujer llorosa si de verdad se había acostado con el Sr. Pérez.

El televisor se deslizó hasta estrellarse contra una pared, donde se destrozó provocando nuevos sollozos en toda la estancia. Un zumbido en la oreja recordó a Juan que llevaba puesto un auricular, y la voz del Sargento Ruiz sonó, algo alterada, en su cabeza:

- ¡Demonios, Juan! ¿Qué ha sido eso?
- Tranquilícese, solo me he cargado la televisión.
- Desde luego la programación es un asco – respondió el Sargento algo más calmado -. Pero no hace falta que se altere. Ya he traído al negociador. Ya vera como dentro de nada todo esta solucionado. Se lo paso.

El auricular emitió una serie de sonidos de fricción y movimiento, tras los cuales, se dejo escuchar la voz sosegada de una mujer:

- Buenos días Sr. Pérez. Me llamo Ángela, y voy a intentar que todo el mundo aquí salga bien parado.
- Pues me temo que llega un poco tarde para eso.
- Esta bien, esta bien. Comprendo que todo esto pudo haberse solucionado antes y mejor. Pero el lío ya esta montado, así que intentemos arreglarlo ahora lo mejor posible. ¿Qué es lo que quiere?
- El respeto a las amas de casa, al Amazonas y al Islam – respondió Juan casi sin pensarlo, con una sonrisa de ironía en los labios.
- ¿Perdone? – por un instante, el tono de Ángela fue de incredulidad.
- Primero quiero que me traigan al Intendente de Asuntos Europeos y después, quiero una ambulancia totalmente equipada en la puerta del edifico, que me lleve al centro de salud más cercano.
- Esta bien, suena sencillo. Sin embargo, tendrá que darme alguna muestra de buena voluntad.
- Yo todavía no he recibido ninguna en toda la mañana.
- Eso me recuerda: ¿ha desayunado?
- No, aun no.
- Cuatro rehenes, más el agente de policía infiltrado, a cambio de un desayuno continental. ¿Le parece?
- De acuerdo.
- Esta bien. Cuando suelte a los rehenes le enviaremos el desayuno. Una vez que termine, seguiremos hablando. No me apartare del auricular. Corto.

Juan alzó todo lo que pudo la cabeza para tener una vista más amplia de la estancia. Después de mirar alrededor durante unos instantes, golpeo el suelo con la silla y hablo con voz clara y potente:

- De acuerdo. El agente de policía que intento infiltrarse y cuatro de las personas más mayores, puedes abandonar el edificio. Háganlo por la puerta principal. Y más les vale no hacer tonterías, ya han visto como las gasto.

Un ligero murmullo comenzó a levantarse en el recibidor, hasta que fue acallado por un nuevo golpe de silla. Juan levantó otra vez la cabeza para ver como el agente de policía ayudaba a cuatro ancianas a llegar hasta la puerta.

Y mientras en el exterior del edificio un clamor de vítores y aplausos recibía a los liberados, dentro, Juan comenzaba a sentirse cansado y aturdido. Cerro los ojos para aclarar su mente, y vio a muchas de las desagradables criaturas verdes dormidas exhaustas por los rincones, mientras unas pocas permanecían aun en pie, derribando fatigosamente algún muro, o bebiendo, casi a ciegas, los últimos toneles de licor.

CONTINUARÁ…

29 junio 2004

Juan P. - Escena II

Juan respiró profundamente durante unos instantes para calmarse. Pero él ya no quería calmarse. Había iniciado todo aquel jaleo por que ellos le habían obligado. Solo había pedido un médico y se lo negaron. Pues ahora estaba decidido a no salir de aquel edificio hasta que el trámite que había venido a hacer no estuviera completo y solo si el destino era un hospital.

En la calle, la cacofonía de numerosas sirenas había llegado hasta la entrada del edificio, para detenerse junto con el chirriar de muchos coches y un sin fin de abrir y cerrar de puertas. Después, una voz metalizada procedente del exterior inundo el edificio:

- Le habla el Sargento Ruiz, de la Policía Nacional. No queremos que haya ningún herido, incluido Vd., de manera que vamos a tranquilizarnos y a hablar del asunto. Mis hombres están buscando el número de teléfono del edificio en la guía, en cuanto lo encuentren, le llamaremos.

Juan escuchó atentamente la chirriante voz del Sargento de Policía. Una vez esta se hubo silenciado, se dirigió de nuevo a la ventanilla, apoyándose costosamente en la silla. Cuando llegó, levanto la cabeza y vio que el hueco en el cristal estaba vacío, así que llamo a la señorita de sonrisa ligera con voz fuerte y clara:

- ¿Qué desea?- respondió la asustada mujer, ahora sin ningún tipo de sonrisa en su boca.
- Supongo que no le importará que me salte la cola, ¿verdad? – preguntó Juan socarronamente.
- No, no, por supuesto que no Sr. Pérez.
- De acuerdo entonces. Quiero esto – y Juan dejó su hoja de papel sobre el mostrador.
- Bueno vera – la muchacha dudó por unos instantes -. Esto no va a poder ser.
- ¿Como? – Preguntó Juan enfurecido, golpeando el suelo con la silla.

La señorita de la ventanilla profirió un leve chillido de pánico. Juan levantó la cabeza, aunque a duras penas podía ver por encima de la barbilla de la funcionaria, que volvió a hablar con un hilo de voz:

- Es que para esto se necesita la firma del Sr. Delegado de Asuntos Europeos.
- ¿Y donde está? – preguntó Juan con impaciencia.
- Bueno, ahora mismo se encuentra en Berlín, encargándose de unos asuntos. Es por lo de la Unión Europea, ¿sabe?
- Ya bueno – respondió Juan más impaciente todavía -. Y cuando él no esta, ¿quién se ocupa de sus asuntos aquí?
- Pues el Sr. Subdelegado de Asuntos Europeos.
- ¿Y ese donde está?
- Pues también esta en Berlín – la mujer retuvo el aliento unos segundos, como esperando la reacción de Juan -. Sustituyendo al Sr. Delegado de Asuntos Europeos.
- ¿Pero eso no estaba ya en Berlín ocupándose del asunto? – la impaciencia de Juan comenzaba a tornarse ira.
- Si, pero se tuvo que volver, para ocuparse de unos asuntos aquí.
- ¿Entonces esta o no esta aquí? – y la ira, a su vez dio paso a la desesperación.
- No, por que esta misma mañana ha vuelto a Berlín. Cuando llegue, enviara de vuelta al Sr. Subdelegado.
- Y cuando no hay Delegado ni Subdelegado, ¿Quién lleva los asuntos de ambos? – la desesperación se convirtió en frustración.
- El Sr. Superintendente de Asuntos Europeos.
- Y ese ¿donde esta?
- Pues también en Berlín. Es que el Ministerio pagaba otro viaje más, y era una pena desperdiciarlo.
- ¡Es que no hay nadie aquí que pueda firmarme esto! – Y finalmente, la frustración dejó paso al odio.
- Supongo que el Sr. Intendente de Asuntos Europeos podría. Pero cuando Vd. tomó el edificio, el estaba fuera tomando el café.

Juan escucho salir de su boca improperios que ni siquiera él sabia que conocía, mientras la mujer de la ventanilla volvía a tirarse al suelo presa del pánico.

Ahora no solo estaba furioso, sino que acaban de recordarle que no había desayunado, con lo que también estaba hambriento. Y para colmo, tendría que pedirle al Sargento Ruiz que le trajese, además de a un médico, al Intendente de Asuntos Europeos, lo cual complicaba aun más el asunto.

Y como si supiera que estaban pensando en él, la distorsionada voz del Sargento de Policía, volvió a surgir del megáfono desde fuera del edifico:

- Oiga, tranquilícese. No nos hemos olvidado de Vd. ni nada así. Es que al ir a llamarle, la telefonista nos dijo que para pasar una llamada directa tenia que hablar con el Delegado de Asuntos Europeos, o algo así, que no se donde esta, pero no esta aquí. Así que nos esta llevando algo más de tiempo. A lo mejor le tiramos un teléfono móvil por la puerta y nos sale más a cuento. Mientras tanto, ¿por que no le echa un ojo a las noticias? Están hablando del follón este que ha montado. Yo soy el del megáfono azul. Le mantendré informado.

A Juan todo esto comenzaba a parecerle ridículo. Cerró los ojos durante unos instantes y vio como las desagradables criaturas verdes bebían y bailaban por todo el castillo, meando en las esquinas y pegándose entre ellas. Cuando la imagen dejo de resultarle divertida, decidió que lo de la televisión tal vez no fuera mala idea.

Juan se acercó de nuevo a la ventanilla y llamo a la señorita, que, tras unos segundos, le respondió desde encima de su nuca:

- ¿Qué desea?
- ¿Podría ponerme un televisor en el suelo con la pantalla mirando hacia arriba?

La muchacha asintió levemente y unos minutos después, empujaba un receptor de televisión debajo de la cara de Juan, mientras le explicaba el funcionamiento básico del aparato.

Juan, encendió el televisor y puso una cadena al azar. Un hombre vestido de Policía Nacional hablaba a una gran bola roja de terciopelo. Parecía tener algún tipo de rango y llevaba un megáfono azul en la mano derecha. Hablaba con aire suficiente y profesional:

- De momento, no podemos actuar hasta no tener más datos sobre la silla que utiliza el secuestrador. No sabemos ni su material, ni el número de patas que tiene, aunque suponemos que tiene respaldo, y eso ya es un gran avance. Hemos infiltrado a un hombre por la ventana de un baño para que nos de información concreta y en estos momentos debe estar en el pasillo oeste en…

Juan no esperó a que el Sargento terminase la frase. Rápidamente, abandonó el televisor y se dirigió al pasillo oeste, donde, detrás de una maceta, descubrió a un agente de policía agazapado, vigilando a través de las hojas de la planta, con un auricular en la oreja que se prolongaba en un micrófono hasta la boca.

Un fuerte golpe de la silla contra el suelo sacó al agente de su estado de concentración. El hombre miro a Juan, pálido, y comenzó a levantar lentamente las manos. Hablo con tono tranquilizador:

- No voy armado.
- No me haga reír – respondió Juan ácidamente -. ¿Qué clase de estúpido introduce a un topo desarmado en un secuestro?
- El Sargento Ruiz opina que un infiltrado armado esta pidiendo a gritos que se le mate si es detectado.

Juan elevo los ojos a la pared que tenia enfrente, y tras arrebatarle el auricular al agente, le indicó que se reuniese con el resto de rehenes en el recibidor. A continuación, se colocó el aparato de comunicaciones en la oreja, recibiendo la voz profesional y autosuficiente del Sargento Ruiz:

- Agente Lázaro, Agente Lázaro, ¿me copia?
- Nada de Lázaro, Sargento, soy Juan.

El auricular permaneció mudo durante varios segundos, mientras Juan volvía al recibidor donde Lázaro ya se había acostado con los brazos sobre la nuca. Finalmente, un ligero zumbido indico que el auricular volvía a emitir:

- ¿Qué Juan?
- ¡Bautista, no te jode! ¡Soy el secuestrador!
- ¡Oh! Claro, claro, ¿quién sino? Ha sido muy hábil descubriendo a mi agente infiltrado.
- Vd. mismo me advirtió en las noticias.
- ¿Me vio en las noticias? ¿Cree que a mis superiores les habré parecido profesional?
- Lo que no creo que les parezca muy profesional es lo de haber perdido a su topo.
- Ya bueno. Pero al menos estoy a punto de solucionar lo de la comunicación – la voz del Sargento Ruiz sonaba decidida y orgullosa.
- ¿Y no cree que eso ya esta solucionado, Sargento?

El Sargento pareció dudar unos instantes.

- Si, ahora que lo dice si. Mejor, algo menos de que preocuparse. De acuerdo. Vd., siga un rato viendo la tele, mientras yo voy a buscar al negociador, ¿le parece?
- De acuerdo.
- Corto.

Juan no daba crédito a todo lo que estaba sucediendo. Lo único que quería era que le resolviesen un pequeño trámite y le diesen un calmante para la espalda. Y para conseguirlo, había tenido que secuestrar un edificio de la Administración Pública y ahora las noticias estaban hablando de él. Estaba claro que había algo que no funcionaba.

CONTINUARÁ…

25 junio 2004

Juan P. - Escena I

Juan caminaba a primera hora de la mañana por una de las lustrosas calles del centro administrativo de su ciudad. Se detuvo ante un pequeño edificio de estilo barroco, sobre cuya entrada principal estaba escrito “Oficina de Servicios Municipales” en grandes letras plateadas. Y tras leer un par de veces el resplandeciente rotulo para asegurarse, entró en el edificio sacándose del bolsillo una hoja de papel.

La gran estancia, que servia de recibidor, estaba abarrotada de gente que iba, venia, hablaba, se paraba, esperaba, y algunos, incluso, escuchaban. Y para disgusto de Juan, la mayoría de gente que esperaba lo hacia ante la ventanilla de atención a la que él debía dirigirse.

Así que Juan, con resignación, se situó al final de la cola, y tras un disimulado intercambio de miradas con su predecesor, se preparó durante unos instantes para los muchos momentos de frustrante inactividad impuesta que le aguardaban.

Tras una larga espera, el lento e inexorable avance de la cola situó a Juan frente a la ventanilla, donde una señorita le sonrió ligeramente antes de preguntarle, con cortesía, que deseaba. Juan mostró su hoja de papel y comenzó a hablar, pero fue rápidamente interrumpido por la mujer:

- Ya veo. Viene por lo del resguardo. Creo que eso lo lleva el Departamento de Urbanidad. La segunda puerta a la izquierda. Tendrá que esperar un poco por que ahora estarán tomando el café. Siéntese si quiere.

Esto no agradó mucho a Juan, pues recordó que él ni siquiera había desayunado para así poder llegar pronto e irse lo antes posible. Pero estaba comenzando a pensar que las cosas no iban a ir tan rápido como el había creído.

Después de esperar un buen rato sentado en una silla de plástico, otra señorita de sonrisa ligera llegó por el pasillo y le hablo:

- Vd. debe ser el Sr. Pérez ¿verdad? – preguntó mientras abría la puerta al lado de la que había estado esperando Juan.

La muchacha entró en el despacho y Juan la siguió. Una vez dentro, mientras se sentaban, sacó su hoja de papel y se la mostró a la señorita, quien al verla, interrumpió a Juan antes de que pudiera iniciar la frase:

- Ya veo. Viene por lo de la póliza. Creo que eso lo lleva Alberto ¿Le importaría esperar aquí unos segundos?

Y sin esperar respuesta, la joven se levantó y salio del despacho dejando a Juan sentado allí solo.

No es que Juan fuera una persona colérica ni nada similar. De hecho, sus amigos le consideraban demasiado indulgente con las adversidades de la vida. Sin embargo, todo lo acontecido aquella mañana, comenzaba a resultarle molesto. Juan vio la parte racional de su cerebro como un hermoso castillo blanco, y fuera, había un montón de desagradables criaturas verdes que intentaban derribar sus enormes puertas con un ariete en forma de cabeza de carnero, mientras un anciano de barba blanca y corona dorada, las miraba con preocupación desde lo alto de la muralla.

La entrada en el despacho de un hombre acabó con la visión de Juan. El recién llegado se sentó en el sitio que hace un buen rato había ocupado la señorita de sonrisa ligera y hablo a Juan en tono serio:

- Vd. debe ser el Sr. Pérez ¿verdad?
- Si, yo soy – contesto Juan, esta vez teniendo mucho cuidado de hablar antes de enseñar la hoja de papel.

Sin embargo, de poco le sirvió la estrategia, pues en cuanto el hombre vio el folio, volvió a interrumpirle:

- Ya veo. Viene por lo del certificado. Creo que para eso necesitamos su ficha del archivo ¿Le importaría esperar aquí unos segundos mientras voy a buscarla?

Y al igual que su compañera, el hombre se levantó y se marcho sin esperar una respuesta por parte de Juan.

Las desagradables criaturas verdes ya habían conseguido penetrar en el hermoso castillo. Pero el anciano rey aun estaba defendido por unos cuantos soldados, aunque todos llevaban espadas de madera y parecían bastante desmoralizados ante la furia de las desagradables criaturas verdes.

Juan observó que había dejado caer su hoja de papel, la cual voló hasta la otra esquina de la estancia. Se levantó de la silla y se agachó para recogerla. Pero al irse a levantar, sus riñones parecían haberse llenado de vidrios rotos.

Juan se agarro la espalda y se dejó caer de rodillas mientras se recuperaba del recuerdo del dolor. Un ataque de reuma, pensó, justo ahora y aquí. Y la batalla del castillo, que se había detenido debido a un repentino estallido de dolor colectivo, se retomo con la llegada de refuerzos para las desagradables criaturas verdes.

El pobre Juan, encorvado en un perfecto ángulo recto, consiguió llegar hasta una de las sillas de la estancia y, usándola a modo de bastón, salio de la habitación.

En el pasillo se encontró con la mujer y el hombre que le habían atendido en el despacho, conversando alegremente apoyados en la pared. Juan, se acercó a ellos y, tras asegurarse de que no pudieran ver la hoja de papel, les habló en tono lastimero:

- ¡Por favor! Me ha entrado un ataque de reuma y no puedo erguirme. ¡El dolor es insoportable! ¡Necesito un médico!

Los dos compañeros miraron hacia abajo, y tras unos instantes en los que parecían decidir si el nuevo acontecimiento requería que adoptasen medidas al respecto, el hombre habló en tono disgustado:

- ¿Tanta prisa tiene que no puede aguardar unos segundos? ¡Esta bien, hombre, esta bien, ya voy a por sus datos! Bueno Claudia, te dejo, que ya ves que el señor tiene mucha prisa – añadió dirigiéndose a su compañera.
- Nada, no te preocupes. Ya se como funciona esto – le contesto ella con condescendencia.

Y sin dirigirle siquiera una mirada, ambos abandonaron al maltrecho Juan, marchando en sentidos opuestos.

Mientras las desagradables criaturas verdes estrangulaban a los últimos guardias, y el anciano rey se defendía en lo más alto de la más alta torre, Juan reunió la suficiente fuerza de voluntad como para avanzar, apoyándose en la silla, hasta la enorme estancia de la recepción.

Una vez allí, se dirigió directamente a la ventanilla, y elevando la voz para que la mujer que atendía pudiera oírlo desde su posición, suplicó:

- ¡Por favor, por caridad, necesito una ambulancia, un médico, un calmante al menos!
- Por favor, no se salten la cola – le respondió una voz desde lo alto.
- ¡Pero el dolor es insoportable!
- ¿Qué cree que pasaría si dejase que la gente se colase con cualquier excusa? ¡Esto seria un caos! – dijo la voz.
- ¡Esto ya es un puto caos! – una especialmente desagradable criatura verde acababa de desarmar al rey con un certero golpe de su garrote - ¡Le digo que me estoy muriendo de dolor y que necesito ayuda!
- ¡Oiga el de delante, termine ya! – esta vez la voz venia de detrás.
- ¡Eso, encima de que se cuela, nos hace perder el tiempo! – más voces desde atrás. La especialmente desagradable criatura verde bajaba la torre llevando al rey cogido por el cuello.
- ¡Será cara dura! – algunas desagradables criaturas verdes ataban al pobre rey a un poste mientras otras apilaban troncos a sus pies.
- ¡Sinvergüenza!

El eco del estruendo avanzó por todo el recibidor, acallando las voces que encontraba a su paso. Juan sostenía en alto la silla con la que acababa de golpear el cristal protector de la ventanilla. Su frente estaba empapada en sudor y solo era capaz de hablar de manera entrecortada:

- ¡Que – cojones - pasa – aquí!

Todo ocurrió en menos de un segundo. La gente presente en la estancia se tiró al suelo con las manos sobre la nuca, llorando algunos y gimiendo otros. Juan levanto la cabeza para ver como dos guardias jurados le apuntaban con sus armas. Uno de ellos le hablo con voz temblorosa:

- Tranquilícese. Nadie quiere hacerle daño. Ahora, muy despacio, deje la silla en el suelo y apártese de ella.

Vistos los acontecimientos, eso parecía lo más sensato. Juan lo pensó por unos segundos y vio como una horda de desagradables criaturas verdes bailaba alrededor de una hoguera en cuyo centro ardía el viejo y sabio rey. Juan cogió la silla con firmeza, la devolvió al suelo procurando hacer bastante ruido – lo que produjo un escalofrío en los guardias – y habló lo más firmemente que pudo, sin siquiera molestarse en levantar la cabeza:

- Tengo una silla y no dudare en usarla. Ya han visto de lo que soy capaz.

Unos instantes de silencio fueron sucedidos por un rozar de metal contra piedra. Y a continuación, un par de pistolas aparecieron deslizándose en el campo de visión de Juan hasta chocar con sus pies.

Y mientras, en la calle, el sonido de muchas sirenas se acercaba rápidamente.

CONTINUARA…

23 junio 2004

El Caso de los Holgado - Final

Las palabras de la Inspectora Salgado parecen haber petrificado a todos los sospechosos del salón salvo a la vieja asistenta Matilde, quien, con un angustioso suspiro, se ha desmayado en su asiento.

El Señor Holgado, a quien la acusación detuvo en mitad de uno de sus paseos, mira ahora nerviosamente en todas direcciones. Sus manos se entrelazan frenéticamente, como buscando algo a lo que aferrarse y sus pies se estremecen incómodos, como deseando reanudar la actividad que con tan poca cortesía se les ha interrumpido.

Jaime Holgado mira a su padre con el ceño fruncido, como sopesando que posibilidades hay de que la afirmación que acaba de oír sea verdad. Mientras tanto, y sin dejar de mirar alternativamente a su amigo y a la Inspectora, el Dr. Varela ha ido a ayudar a la asistenta indispuesta.

Por fin, Enrique Holgado consigue centrar la vista en la mujer que acaba de acusarle de asesinato, y tras lo que parece un vano intento de recuperar el control de sus extremidades, habla en voz baja y algo desafiante:

- ¿A caso ha perdido el juicio, señora Inspectora?
- En absoluto Señor Holgado. Y Vd. lo sabe.

El dueño de la casa parece volver a centrarse en el control de sus manos y pies. Cuando finalmente se decide a hablar, la joven voz de su hijo le interrumpe:

- Pero eso es imposible. Todos oímos como tu compañero te explicaba que solo un profesional de la medicina podría haber empleado una técnica como la que se usó en el asesinato de mi madre.
- Cierto – responde Salgado con firmeza y cierto aire de autosuficiencia -. Pero me temo que Juan, quiero decir, el Dr. Alberdi, fue muy restrictivo en su apreciación. En verdad, cualquiera con suficientes conocimientos sobre la anatomía humana podría haber cometido el asesinato empleando esa técnica.
- Conocimientos y algo de práctica, diría yo – interviene el Dr. Alberdi, todavía apoyado en el marco de la puerta de la biblioteca.
- Esta bien, conocimientos y práctica. Y el Señor Holgado tenia ambas – responde Salgado mirando a su compañero por encima del hombro.
- ¿Y como es eso posible? – el tono de curiosidad del joven Holgado vuelve a intervenir en la conversación.
- Bien, nada más sencillo. Tu padre tiene una afición que le ha permitido adquirir los conocimientos y la práctica necesarios para emplear esa técnica de acupuntura.
- No que yo conozca.
- Que yo sepa, hace dos años que ya no vives en esta casa. ¿Estaba eso – la Inspectora señala la estantería con cabezas de mono disecadas que preside la estancia – ahí cuando vivías en la casa?
- Pues ahora que lo dices no, no estaba.
- Como sospechaba. Tu padre tiene revistas de caza en su salón, pero las únicas cabezas de animal que lo adornan, son las de primates, y en una estantería, con más aspecto de piezas de museo que de trofeos de caza. Y además, he visto algunos libros sobre zoología en la biblioteca. El Señor Holgado ha estado practicando la vivisección y disección de primates, cuya fisonomía, si no me equivoco, es muy similar a la de los humanos. Sin contar que, buscar puntos mortales en una nuca sin pelo tiene que ser mucho mas fácil que en la de un mono.

Jaime Holgado parece sopesar detenidamente las palabras de la Inspectora, mientras que el Dr. Varela, mira hacia ella con aire aprobador. Es entonces cuando la voz del Señor Holgado vuelve a dejarse oír en la sala, aunque esta vez más alta y menos desafiante:

- ¿Y que se supone que prueba eso? Mucha gente se dedica a disecar animales y no por eso van clavándoles agujas en la nuca a sus esposas ¿Qué se supone que gano yo con la muerte de Alba?
- ¿Y aun lo pregunta? Pues los cien millones que el seguro pagara a Jaime por la muerte de su madre.
- Vaya, veo que sigue empecinada con la póliza de seguros. Si quisiera dinero, podría sacarlo de mis empresas.
- ¿Ah si? Yo no estoy tan segura. Según me comentó el Dr. Varela, la fortuna de los Holgado es cada día más pequeña. Vender o hipotecar sus bienes, le pondría en una situación peligrosa. En cambio, con los cien millones de la póliza de seguros, podría iniciar el proyecto de su amigo Pablo, y fortalecer el patrimonio familiar.
- ¿El negocio de Pablo? ¿A caso no recuerda que no se nada del asunto? – sin embargo, la voz del Señor Holgado suena poco segura.
- Eso es cierto. Yo no le he contado nada – confirma el Dr. Varela desde detrás del sofá donde se encuentra la inconsciente Matilde.
- Claro que no. Su amigo Enrique se cuido mucho de que Vd. no le contase nada para así tener las espaldas cubiertas cuando matase a su mujer. Sin embargo ¿por qué se cree que el asesor que le recomendó trabajaba gratis? Pues por que no era sino el propio Señor Holgado quien actuaba como su supuesto asesor, enterándose así de todos los detalles referentes a su proyecto.
- ¿El propio Enrique? – Varela parece ahora realmente desconcertado.
- Claro. ¿Cómo explica sino que un pequeño empresario como él tenga su biblioteca llena de libros sobre inversión en bolsa, mercados internacionales y todo ese tipo de cosas? Sin contar que Vd. jamás ha visto a su asesor, seguramente por que él le decía que le era imposible. Además, mediante esta representación, el Señor Holgado se aseguraba un porcentaje de acciones y puestos ejecutivos que le permitirían tomar el control de la compañía si Vd. llegaba a fundarla antes de que fuera encarcelado.

El Dr. Varela parece tener que pensar detenidamente cada una de estas últimas palabras. Poco a poco, sus ojos se fijan en su viejo amigo, quien ahora mira hacia sus manos, que parecen haberse relajado y se mantienen entrelazadas a la altura de la cintura.

- Encarcelado…
- ¿Aun no se había dado cuenta Dr.? Su antiguo compañero lo tenía todo muy bien planeado. Cuando Vd. le pidió que le recomendase un asesor, probablemente la familia ya había perdido gran parte de su patrimonio, con lo que el Señor Holgado decidió montar el numerito del amigo asesor para ver que se traía su amigo entre manos. Lo que el Señor Holgado seguramente no se esperaba es que lo que Vd. se traía entre manos, era un proyecto que podría hacer que el apellido Holgado recuperase el renombre de épocas pasadas. Así que comenzó a hacerse con libros sobre altas finanzas para apoyar su papel de falso asesor. Sin embargo, primero era necesario quitarle a Vd. de en medio, así que comenzó a planear la mejor manera. Y desde luego encontró una bastante buena: le invitaría a su casa, pero siempre evitando que Vd. le contase nada del negocio para mantenerse a salvo de las sospechas, y después mataría a su mujer con alguna técnica médica adquirida gracias a su afición al disecado de animales. Con este plan, mataba tres pájaros de un tiro. Vd. era encarcelado, con lo que él se hacia con el control del negocio; conseguía el dinero para llevarlo a cabo; y al ser esta de su hijo, le convertía en accionista de la empresa, consiguiendo así labrarle un porvenir.

El Dr. Varela busca a tientas un lugar donde sentarse, sin apartar la mirada del hombre que ha intentado encerrarle en la cárcel. Por unos instantes, el Señor Holgado se la devuelve, pero pronto aparta la vista para volver a agachar la cabeza. Suena su voz, baja y suplicante:

- Supongo que esto es el fin.
- Eso me temo – responde la Inspectora en tono firme -. Cotejando las fechas de compra de los libros de la biblioteca, y algunos datos sobre su correspondencia y su afición a la disección de animales, que seguramente nos podrá dar Matilde, no creo que pueda librarse de esta.
- ¿Sabe lo difícil que es llevar un apellido como el de los Holgado?
- No, pero probablemente es mucho más difícil llevar uno como el de los Varela – la Inspectora mira hacia el Dr. que ahora reposa en una silla ajeno a todo lo que ocurre a su alrededor.

Salgado hace un leve gesto a los guardias, y estos se llevan al Señor Holgado agarrado por ambos brazos, aunque a juzgar por su presencia, seguramente podrían llevarle empujando ligeramente.

Después de algunas indicaciones al resto de presentes en la sala, la Inspectora Salgado sale de la casa seguida por su compañero, Alberdi. La noche es fría y el cielo precioso. Aun puede ver como la abatida figura del Señor Holgado es introducida en el coche patrulla. La voz de Juan le habla tan fría como la noche:

- Se suicidara antes del amanecer.

A veces es horrible, piensa Salgado. Buscas al asesino para evitar más muerte, y cuando lo encuentras, eso es precisamente lo único que consigues. Alberdi le mira y le vuelve a hablar, esta vez en un tono algo más calido:

- Si, lo se, es una mierda de empleo – comenta, mientras ambos marchan juntos hacia su coche.

FIN

22 junio 2004

El Caso de los Holgado - Parte IV

El Dr. Varela estudia el estado de la Inspectora Salgado con aire profesional y ella hace lo propio. El hombre, parece mayor para su edad. Su rostro pálido y su demacrada figura, presentan un fuerte contraste con sus oscuros cabellos y sus profundos y despiertos ojos. Su amable voz vuelve a escucharse en la estancia:

- Yo creo que no se encuentra tan perfectamente – comenta en un tono conciliador y tranquilo.
- Estoy bien, no se preocupe, es solo el peso de la investigación. Vd. es el último sospechoso que me queda por interrogar para terminar la ronda. Después me tomare un descanso.
- Esta bien, como quiera. ¿Me siento?
- Si, por favor, póngase cómodo.

El doctor se sienta calmadamente en la silla, durante un breve instante se toca pensativo la barbilla, y toma la palabra:

- Las cosas no pintan bien para mi, ¿verdad?
- No entiendo a que se refiere – responde la Inspectora Salgado bastante sorprendida por esta toma de iniciativa por parte de su interlocutor.
- Bueno. Tanto mis malas relaciones con Alba, como mi actual escasez de efectivo son bien conocidas. Y justo la noche que paso aquí, la Señora Holgado es asesinada empleando una complicada técnica de acupuntura que muchos de los mejores médicos tendrían problemas para usar con éxito.
- Ya que lo presenta de ese modo, no le mentiré. Ciertamente Vd. es mi principal sospechoso.
- ¿Y que se supone que gano yo con el asesinato de Alba?
- ¿No va a decírmelo?
- Nada, no gano nada. Cierto que las cosas me van mal. Pero que yo sepa, los muertos no dan dinero. Además, si el negocio que tengo entre mano sale adelante, mi futuro quedará asegurado.
- ¿Negocio? ¿De que negocio se trata?
- Es una idea comercial revolucionaria. Los detalles serian largos de explicar, y yo tampoco los entiendo muy bien, pues la economía nunca ha sido mi fuerte. En general se trata del desarrollo de productos manufacturados a muy bajo coste, instalando las fábricas en países orientales poco desarrollados.
- Ya veo, suena interesante. Pero también suena caro. ¿De donde tiene pensado sacar el capital inicial?
- ¿No se lo ha comentado Enrique?
- El Señor Holgado solo me dijo que le había invitado a Vd. por razones de negocios. ¿Tenia pensado que fuese él quien le prestase el capital?
- ¡Oh, no, ni mucho menos! La fortuna Holgado ya no es ni remotamente lo que era. A duras penas aporta lo suficiente para soportar a una familia acomodada. Dudo que Enrique pudiera aportar todo el capital necesario.
- ¿Entonces?
- Confiaba en que pudiera ponerme en contacto con algunos de sus amigos. Ya sabe, altos empresarios y políticos. Siguiendo las recomendaciones de mi asesor, tenia pensado fundar una sociedad de accionistas.
- ¿Asesor? Eso explica como alguien con tan pocos conocimientos de economía como Vd. dice tener, puede haberse embarcado en un proyecto así. Sin embargo, los asesores suelen costar bastante, ¿Cómo puede permitírselo en su actual estado?
- Realmente no puedo. Pero este asesor fue una recomendación de Enrique. Por lo visto son viejos amigos o algo así, y acepto asesorar el proyecto a cambio de ciertos beneficios en el mismo.
- ¿Como por ejemplo…?
- Bueno, tiene un cierto porcentaje de las acciones, y algunos cargos ejecutivos importantes.
- Me gustaría hablar con él.
- Lo intentare, pero será difícil, ni siquiera yo le he visto. Nos mantenemos en contacto por carta.
- Comprendo. De manera que el Señor Holgado no sabe nada de su proyecto.
- Nada en absoluto. De hecho, tenia pensado contárselo esta noche y el insistió en posponerlo hasta mañana.
- ¿Qué relación tiene Vd. con Jaime Holgado?
- ¿El chico? La verdad es que no me agrada demasiado. A algunos nos ha costado mucho labrarnos un porvenir, y en cambio ese joven no hace más que zanganear. Su padre, a pesar de tener el futuro solucionado, era trabajador y un gran estudiante. ¿Qué tiene que ver esto con el caso?
- Pregunta rutinaria. El método dicta conocer las relaciones entre todos los sospechosos.
- Entiendo.
- Bueno, creo que ya hemos terminado. Ha sido Vd. de gran ayuda.
- Ha sido un placer. Todo por demostrar mi inocencia.

El doctor se levanta y se peina instintivamente el flequillo, que rápidamente vuelve a caer sobre su frente. Se apoya con los puños en el borde del escritorio ante el que hace un instante estaba sentado, y tras bajar la cabeza como para meditar algo, levanta la vista hacia la Inspectora, que ha observado toda la escena con paciencia analítica:

- Yo no la mate. Es cierto que odiaba a esa bruja pero, ¿cree de verdad que seria tan estúpido como para asesinarla empleando una técnica medica compleja? Si hubiese querido matarla, ¿por qué no usar un cuchillo o cualquier otro método que no me presentase como el principal sospechoso? No pueden detenerme ahora que todo va a arreglarse, por favor…

La voz del hombre se va apagando, mientras una mueca de angustia, aderezada por las lágrimas, surge en su demacrado rostro. La inspectora busca su pañuelo, y recuerda que Matilde, la asistenta, se lo llevó al marchar desconsolada. Así que se limita a buscar el tono más tranquilizador que puede antes de pronunciar palabra:

- Si Vd. no es el asesino, no tiene de que preocuparse. Le prometo que encontrare al culpable.

Aunque los ojos de Varela muestran incredulidad, estas palabras parecen haber sido suficientes. Con algo de esfuerzo, recupera la compostura y se pone en pie, tras lo cual, se dirige a la puerta de la biblioteca por donde abandona la estancia.

Cuando el sonido de la puerta corredera indica el cierre de la misma, la Inspectora se levanta, no sin esfuerzo, y se estira discretamente. Comienza a pasear por la estancia. Conociendo como conoce a Juan, sabe que le dejará unos minutos de reflexión antes de entrar a buscarla.

“Varela necesita dinero y es el único capacitado técnicamente para cometer el crimen, aunque parece que son las circunstancias personales las que se lo impiden. Además, la muerte de la Señora Holgado solo reporta beneficio directo a Jaime, con quien parece que el Dr. no tiene relación. No obstante, el Señor Holgado también puede salir beneficiado de que su hijo reciba cien millones, pues la relación entre ambos parece buena. Pero ¿de que le servirían? ¿Para ayudar a su amigo? No, él no sabe nada acerca del proyecto del doctor. Además, ha estudiado derecho, dudo que un abogado pueda utilizar semejante técnica mortal ¿Y Matilde? Pobre mujer. No tiene ni móvil ni capacidad.

¿Entonces quien? ¡Maldita sea, parece que nadie en esta casa ha podido cometer el asesinato! Algo se me escapa. Seguro que es un detalle, ¿pero que?”

Perdida en sus pensamientos, la Inspectora camina arriba y abajo por la habitación, tan absorta, que tropieza contra uno de los estantes, haciendo caer varios libros. Salgado se agacha a recogerlos. “Uno esta abierto, ¿No tendrás tu el detalle que me falta, verdad? Que tontería, no todos los secretos están en los libros.”

La Inspectora deja caer el tomo que había recogido, su mirada vuelve ahora a traspasar libros, estanterías y paredes, a perderse más haya, mucho más haya de lo que la mayoría de las personas son capaces de mirar.

La puerta del salón vuelve a abrirse con su familiar sonido, sacando a Salgado de su ensimismamiento. Mira hacia el foco de la perturbación, y encuentra a Juan Alberdi apoyado contra el marco, mirándola con el aire de quien ya la ha visto así otras veces y casi puede predecir, instante a instante lo que va a pasar.

Y probablemente pueda. La Inspectora Salgado se levanta y, sin mediar palabra con su compañero, se dirige directa al salón, donde entra decididamente ante las atónitas miradas de todos los presentes. Sus brazos se entrecruzan sobre el pecho, y su firme voz se deja oír con claridad en la estancia:

- ¡Enrique Holgado, queda detenido por el asesinato de su mujer, Alba Holgado!

CONTINUARA...

21 junio 2004

El Caso de los Holgado - Parte III

A medida que el dueño de la casa se le acerca, la Inspectora Salgado aprecia cuan profundos son los nervios del Señor Holgado. Su cara, comprimida por el esfuerzo de mantenerla serena. Sus manos, en los bolsillos de su batín, no parecen encontrar ninguna postura apropiada. Y sus pies, parecen querer robarse el sitio mutuamente en cada paso.

Antes de que la mujer pueda hablar, la voz del Señor Holgado lucha durante un instante por ahogar un lamento, y por fin consigue preguntar, mientras aprieta con las manos el respaldo de la silla:

- ¿Me permite?
- Claro, claro, póngase cómodo. Esta es su casa.
- No se si podré considerarla así después… - El lamento ahogado intenta volver a salir a la superficie – Después de lo ocurrido.
- Lo comprendo. Intentaré ser lo más breve posible.
- No se preocupe por mi – la compostura parece haber vuelto a tomar el control total del Señor Holgado -. Haga su trabajo. Espero que capturen a quien lo haya hecho y le castiguen como se merece.
- Lo intentaremos, se lo prometo. Pero para eso primero tendrá que hablarme un poco de Vd. y su esposa.
- No hay mucho que decir. Éramos un matrimonio como cualquier otro. Ella se ocupaba de sus asuntos y yo de los míos, y de vez en cuando disfrutábamos de algo de vida en familia.
- No suena muy agradable.
- Ciertamente podría haber sido mejor. Y la vocación artística del chico no hizo más que empeorar las cosas. Pero últimamente estábamos consiguiendo arreglarlo. Poco a poco. Yo deje un poco de lado mis negocios, y ella ya no pasaba tanto tiempo fuera. Creía que hasta podríamos volver a traer a Jaime. Y ahora, ahora esto – un nuevo lamento intenta aflorar, pero el hombre consigue reconducirlo hacia una especie de suspiro -.
- Ya veo. Lo siento. ¿Sospecha de alguien?
- Eso es lo más horrible de todo el asunto. Alba no tenía enemigos. Era una dama de alta sociedad, ya sabe: almuerzos, joyas, subastas benéficas... Nunca se involucraba en nada más peligroso que una sesión de té.
- ¿Y su hijo?
- ¿Jaime? ¡Cielos, no! Es cierto que la relación entre él y Alba no era la mejor. Pero si mi hijo tiene algún defecto es ser un artista o un vago, no ser un asesino.
- Sin embargo, para cualquiera en la precaria situación de su hijo, resultaría muy tentadora una póliza de seguros millonaria.
- ¡Vamos, señora Inspectora! ¡Esto es la vida real, no un ridículo relato de misterio escrito por algún novato para subir a su página web! No todos los beneficiarios de una póliza de vida son asesinos.
- No todos los asegurados por una póliza de vida son asesinados, Señor Holgado.
- Quizás tenga razón. Vd. es la experta. Pero me parece absurdo.
- Esta bien. Dejemos a su hijo. ¿Qué me dice del Dr. Varela? ¿No le parece muy sospechoso que justamente se produzca el crimen el día que él se encuentra en la casa?
- Pobre Pablo – y al decir estas palabras, el Señor Holgado parece tranquilizarse un poco al recordar algo, y la sombra de una sonrisa asoma en sus labios, para desaparecer rápidamente al tiempo que los nervios vuelven a hacer presa en él -. Me escribió hace algunas semanas diciéndome que tenía que hablarme urgentemente de un negocio. Por eso le invite.
- Ya veo ¿y desde cuando se conocen?
- Desde la Universidad. Éramos una pareja extraña. Él era un chico muy humilde, cuyos padres habían tenido que trabajar muchísimo para llevar a su hijo a la Universidad. Y yo era el hijo del mismísimo Señor Holgado. Sin embargo, éramos grandes amigos, y aun lo seguimos siendo.
- Bonita historia. ¿Ha llegado a comentarle algo sobre a que negocio se refería en su carta?
- No, yo no le dejé. Llegó tarde, y le invité a cenar y descansar esta noche. Suponía que podríamos hablar más cómodos y tranquilos mañana. Lo único que se es que no le iban muy bien las cosas como médico.
- ¿Ah no? – a duras penas la Inspectora puede ocultar su entusiasmo. De pronto, el móvil del Dr. Varela acaba de aparecer ante sus oídos.
- No. Desconozco los hechos exactos, pues yo me enteré por terceros. Pero parece ser que algún tipo de error le ha desacreditado ante los pacientes y ante la comunidad médica.
- Muy interesante. ¿Y cual era la relación del Dr. con su mujer e hijo? – “Vamos, vamos, ahora solo tienes que decirme lo bien que se llevaba con Jaime” -.
- Bueno, su relación con Jaime era prácticamente inexistente. Solo se cruzaban algunas palabras cuando venia de visita, y la marcha del chico de casa no ha mejorado las cosas. Y la verdad es que con Alba, la situación era mucho peor.
- ¿Ah si? – El sentimiento que ahora le cuesta ocultar a la Inspectora es el de frustración.
- Si. Por desgracia mi esposa jamás ha tolerado a Pablo. Nunca ha soportado que yo tuviese un amigo de origen humilde. Fue un verdadero problema durante nuestro noviazgo. Pero al final, ambos llegaron a una especie de tregua en la que se ignoraban mutuamente. Ni se hablaban, ni siquiera se miraban. De hecho Alba no compartía la misma habitación que Pablo si podía evitarlo.
- Ya veo.

Un silencio incomodo inunda la biblioteca, interrumpido solo por algún sonido ocasional procedente del salón contiguo, lo que no hace más que aumentar la sensación de incomodidad. Salgado piensa todo lo rápido que puede, pero muchas cosas han cambiado en los últimos minutos.

Primero creyó tener el caso a punto de caramelo, y de pronto, no solo perdió toda conexión entre Jaime y el Dr. Varela, sino que parece poco probable que la Señora Holgado se dejase estudiar la nuca por un chico de los arrabales.

No obstante, se da cuenta que el silencio no hace más que avivar los nervios de su interlocutor, así que busca rápidamente algo que preguntar. Necesita un poco más de tiempo para ordenar su cabeza y seguir el procedimiento de interrogatorios habitual:

- Si me han informado bien, Vd. estudio derecho.
- Si, así fue – responde el Señor Holgado, a quien una pregunta tan trivial y la abrupta ruptura del silencio han cogido por sorpresa.
- ¿Ejerce actualmente?
- No. Llevo los negocios familiares. La fortuna familiar se basa en una serie de pequeñas empresas de producción agraria y algunas otras dedicadas a la transformación de dichas producciones.
- Si, creo haber leído algo en algún sitio sobre los vinos Holgado.

Salgado se da cuenta de que una insulsa conversación sobre vinos no es lo más apropiado dadas las circunstancias, y de hecho, no parece hacer ningún bien al estado del Señor Holgado, cuyos dedos tamborilean frenéticos sobre la mesa. La Inspectora contiene un suspiro y habla lo más tranquilizadoramente que puede:

- Esta bien. Creo que no tengo más preguntas.
- Si se equivoca estaré en el salón. No obstante, déjeme que le diga que creo que esta perdiendo el tiempo buscando al asesino entre la gente que se encuentra en la habitación de al lado.
- Déjeme que sea yo quien decida eso.

Tras asentir, el Señor Holgado se levanta del asiento. Y después de un leve y cortes saludo, se encamina hacia la puerta del salón, mientras se pasa una mano por el cráneo.

La Inspectora, se deja caer en su asiento cansada y decepcionado. “¿Cómo he podido perder así el rumbo del interrogatorio?” – piensa – “No debí dejarme llevar por la emoción de tener la solución a mano. Ahora estoy peor que antes”.

Deja caer su cabeza contra el hombro izquierdo, de manera que sus ojos apuntan al lomo de un libro sobre zoología. “El Dr. Varela no pudo haberse acercado a la Señora para realizar el asesinato, sin embargo, parece tener un negocio en mente, lo que explicaría su necesidad del dinero de la póliza de Jaime, con quien no tiene relación”. El tono de frustración de sus pensamientos va en aumento cuando una voz cansada pero jovial la interrumpe:

- Señorita, ¿se encuentra bien?

La Inspectora levanta la cabeza para encontrarse con la delgada figura y el pálido rostro del Dr. Varela. Tras reponerse en su asiento, responde lo más firmemente que la sorpresa de la situación le permite:

- Si, si, perfectamente.

CONTINUARA…

19 junio 2004

El Caso de los Holgado - Parte II

La redondeada figura de la asistenta de los Holgado, se recorta contra una estantería llena de libros sobre mercado y bolsa. Su expresión, aunque todavía alterada, al parecer, por el horrible hallazgo de unas horas atrás, emana una cierta sensación de fiabilidad.

Mientras Salgado la estudia unos instantes, Matilde le mira con un brillo de esperanza en sus ojos. “Probablemente sea de ese tipo de personas que, verdaderamente confían en nosotros, y que piensan que la llegada de las fuerzas del orden al lugar del crimen supone la inmediata solución de todos los problemas.” – piensa para si la Inspectora mientras señala a su acompañante la silla que hace breves instantes ocupaba el joven Jaime Holgado:

- Siéntese por favor.
- Muchas gracias, señora Inspectora – responde la asistenta, agradecida, mientras se sienta con aire de cansancio. El placer de volver a estar reposada se ve rápidamente interrumpido por una nueva pregunta de su interlocutora -.
- Parece que lleva mucho tiempo sirviendo para los Holgado.
- Si señora. Cuando entre a servicio de la familia, el Señor Holgado, el actual quiero decir, no tenia más de 16 años.
- Vaya, supongo que en ese caso conocerá muy bien a todos sus miembros.
- ¡Por supuesto! Los Señores son como mi propia familia. Siempre se me ha tratado muy bien en esta casa, y se me ha respetado como a una profesional – un matiz de orgullo asoma en su voz -. No todas las asistentas de hogar pueden decir lo mismo.
- Ya veo. ¿Qué puede decirme del Señor?
- El Señor es todo un caballero y una gran persona. Ama a su mujer y lleva responsablemente sus negocios.
- ¿Ama a su señora? – Salgado mira a su interlocutora fijamente a los ojos -.
- ¡Por supuesto! – responde esta sin apartar la vista –. Seguro que el joven Señor le ha estado contando cosas horribles de esta casa, y quizás tenga algo de razón. Pero el chico es joven y tiende a exagerar las cosas, como todos los jóvenes.
- ¿A que se refiere con eso de que quizás tenga algo de razón?
- Bueno, la Señora es toda una dama, y ello conlleva una serie de obligaciones y responsabilidades. Quizás no siempre ha tenido todo el tiempo que su marido e hijo hubiesen deseado para ellos. Pero el joven Señor no debería quejarse. La vieja Matilde siempre ha estado aquí para cuidar de él y quererlo casi como a un propio hijo.
- ¿Y al Señor?
- No creo que deba contar las intimidades de los Señores – la firmeza y el orgullo florecen ahora en la voz de la asistenta -.
- ¿Cree mejor dejar suelto a un peligroso asesino que quizás quiera acabar con toda la familia? – la pregunta es aderezada con un tono un tanto tenebroso -.
- ¡Cielos! – la vieja asistenta se santigua -. ¿Cree que quien haya cometido semejante atrocidad puede volver?
- Tengo sospechas de que así podría ser – Salgado se regodea un poco en el farol y el tono tétrico de su voz. Sabe que no debería hacerlo, pero hasta ser Inspectora de policía tiene que tener algún tipo de diversión –. Sin embargo, quizás podamos cazarlo a tiempo, pero para eso debe contármelo todo.
- Esta bien, esta bien. Espero que la Señora – los ojos de la mujer se entristecen al tiempo que se elevan hacia el cielo – sepa perdonármelo. El Señor y la Señora tenían sus más y sus menos, como todos los matrimonios. Y desde que el joven Señor se marcho de la casa, la situación no hizo más que empeorar. Sin embargo, últimamente, el Señor estaba haciendo grandes esfuerzos por recuperar la relación. Y créame que estaban dando resultado.
- ¿Cómo puede estar tan segura?
- Bueno… - la asistenta se ruboriza y baja un poco la mirada mientras se apresura en terminar la frase – A veces los encontraba en distintos puntos de la casa abrazados como tortolitos.
- Ya veo. Por cierto, antes comentó que el joven Señor se había ido de casa.
- Si, bueno. Tuvo algún tipo de discusión con la Señora. Creo que debida a que el joven Señor aún no trabajase. Y al final, tras una ruidosa pelea, cogió sus cosas y se fue.
- ¿Cuánto hace de eso?
- Hará unos dos años.
- Y que ha hecho el joven Señor desde entonces.
- Bueno, no lo se muy bien. Me paso el día trabajando en la casa y es difícil saber lo que sucede fuera de ella. No obstante, me pareció escuchar algo de que vivía con algunos amigos, intentando iniciar una carrera en el mundo del arte.
- Comprendo. ¿Qué sabe del doctor Varela?
- Solo se que es un buen hombre y un gran médico. Ha sido amigo de toda la vida del Señor. Una lastima que se encontrase justamente aquí, precisamente esta noche.
- Y finalmente, ¿qué me dice de la Señora?
- Bueno, ella… Ella era una dama, como ya le dije – las lagrimas comienzan a aflorar en sus ojos –. Distinguida, elegante…
- ¿Y con enemigos?
- ¡No, Cielo Santo! – responde Matilde en medio de las lágrimas –. Quizás en casa las cosas no le fuesen tan bien, pero fuera todo el mundo la quería. Y era su marido quien llevaba todos los negocios, ¿quién podría querer hacerle daño a la pobre Señora?

La Inspectora suspira y alarga un pañuelo a la asistenta, que lo toma casi instintivamente, tras lo cual comienza a enjuagarse las lagrimas que le corren por las mejillas como enormes gotas de lluvia. Salgado se reclina unos seguros en su asiento para reflexionar sobre el estado de la mujer, y finalmente le habla:

- Esa bien. Ha sido de gran ayuda. Siento mucho la pérdida de la Señora. Le prometo que intentaremos por todos los medios capturar y detener al culpable. Ahora será mejor que vuelva al salón e intente tranquilizarse.

La asistenta se levanta de su asiento y, tras una leve inclinación de cabeza, que Salgado no sabe si interpretar como un gesto de afirmación, de agradecimiento, o simple deformación profesional, se encamina lentamente, paso a paso, hacia la puerta de la biblioteca, sumida, aun en un angustioso llanto.

Salgado cierra los ojos y piensa unos instantes en todo lo que ha oído en sus dos últimas conversaciones. Cada nuevo dato no hace más que aumentar la complejidad de la investigación. Y de momento, aunque tiene el móvil de la póliza de seguros, y los conocimientos del doctor Varela para respaldar el método empleado en el asesinato, es incapaz de relacionarlos.

“¿Un plan urdido entre Varela y Jaime Holgado?” – piensa –. “Es posible, pero aun es pronto para sacar esa conclusión.”

El ya más que conocido traqueteo de la puerta corrediza, finaliza abruptamente las elucubraciones de las Inspectora, por lo que abre de nuevo los ojos para ver como la figura baja y rechoncha del Señor Holgado, se acerca rápida y nerviosamente hacia ella.

CONTINUARA…

18 junio 2004

El Caso de los Holgado - Parte I

La intensa mirada de la Inspectora se filtraba a través de la mampara de la estantería. Ignorando el reflejo que esta le devolvía, se fijaba en algún punto más halla de los desagradables cráneos de simio disecados, más haya, incluso, de la pared de la habitación.

Finalmente recupera su rango de visión habitual, sin haber logrado ver lo que buscaba. Ahora, el cristal que tiene ante si, le devuelve la imagen de una mujer de treinta años, con cierto encanto, rodeada por los rostros de exóticos primates momificados, cuyo rictus de seriedad y tristeza, le hacen recordar plenamente donde y por que se encuentra allí.

La Inspectora Salgado se gira lentamente, aprovechando el movimiento para echar un nuevo vistazo a todos los presentes en el salón de la casa de los Holgado.

En un sillón, Matilde, la vieja asistenta, respira forzosamente, mientras sus ojos giran desesperadamente en todas direcciones, seguramente esperando que, en cualquier momento, un asesino salga de un rincón a acabar con la vida de todos los presentes. Su mano derecha aun permanece sobre su pecho.

A su lado, abanicándola amablemente, el doctor Varela, agita una vieja revista de caza hacia la maltrecha figura del sofá, mientras su enjuto rostro, pálido como la nieve, vacila frenéticamente entre la mujer a la que atiende y el centro de la estancia.

Al otro lado de la habitación, de pie, apoyado sobre un viejo reloj, un joven rubio, de unos veinticinco años, fuma con despreocupación y algo de cinismo en su mirada.

Y, finalmente, cerca del joven, su padre, el Señor Holgado, rechoncho y nervioso, camina de un lado para otro de la habitación, sin prestar atención a nada más que al suelo que pisa.

Cuando la Inspectora ha terminado su rueda de reconocimiento particular, se percata de que el Dr. Alberdi, lleva un rato a su lado. Salgado cierra unos instantes los ojos, sabiendo que, sea lo que sea que vaya a salir del combate que esta a punto de librar, no será bueno, y, por fin, inicia la conversación con la formula tantas veces repetida:

- ¿Qué tienes para mi Juan?
- Algo verdaderamente exótico señora Inspectora.
- ¿Ah si? – la pregunta no es más que una tregua en la conversación para poder mirar los personajes a su alrededor y comprobar el efecto que haya podido causar en ellos la falta de tacto de su amigo. Nadie parece haberse percatado de ello.
- La victima estaba de pie, en el salón. Alguien le clavo una aguja en un punto vital de la medula espinal, a la altura de la nuca, y la Señora Holgado se desplomó. Fue rapidísimo y totalmente indoloro.
- Suena complicado.
- Realmente lo es. Solo un profesional de la medicina puede haber hecho algo así. Y desde luego, tuvo que tomarse su tiempo analizando el cuello de la victima.
- Vaya, parece que eso facilita bastante las cosas, ¿no? – y la Inspectora echa una mirada recelosa al doctor Varela, que parece demasiado ocupado en la recuperación de su paciente.
- Supongo. Ese es su trabajo, no el mío.
- ¿Dices que para hacer algo así se necesita bastante tiempo?
- Si, bastante. La mayoría de médicos necesitarían de cinco a diez minutos para analizar el cuello de la victima y, aun así, podrían fallar. Con mucha experiencia, calculo que el número de minutos puede reducirse a dos.
- Bien, ¿tienes algo más?
- Pues no, me temo que no. Solo puedo añadir que lo hiciese quien lo hiciese, lo preparó a conciencia.
- De acuerdo.

La Inspectora Salgado se aproxima al guardia que permanece en el centro de la habitación, junto al cuerpo fallecido. Y tras intercambiar unas palabras, abandona la estancia hacia la biblioteca. Cerrando tras ella, la puerta corredera que separa ambas estancias.

Las paredes recubiertas de estantes, muestran su heterogéneo contenido. Volúmenes de distintos tamaños y colores, se apilan unos al lado de otros, llenando la habitación del inconfundible aroma del conocimiento contenido.

Salgado se sienta en uno de los dos escritorios, justo al lado de una gran estantería repleta de libros sobre finanzas y economía, y repasa rápidamente las pocas notas que pudo reunir sobre los sospechosos de camino aquí. Afortunadamente, los Holgado y sus amigos no pasan desapercibidos para la gente de los alrededores.

Un deslizar desacompasado devuelve a la Inspectora a la realidad. El mismo deslizar se produce cuando el joven Holgado vuelve a correr tras de si la puerta corrediza que separa la biblioteca de la estancia contigua. La inspectora le indica un asiento:

- Por favor, siéntese.

El muchacho, se siente y sopesa a su interlocutora con una mezcla de arrogancia, curiosidad y picardía. La Inspectora le sostiene la mirada durante unos segundos y vuelve a tomar la palabra:

- Bien Señor Holgado…
- El Señor Holgado es mi padre. Dejémoslo simplemente en Jaime. Y lo mejor será que me tutee, así yo podré hacer lo propio con usted y todos estaremos más cómodos.
- Esta bien. Como decía. Lamento el trágico suceso acontecido esta noche…
- No tiene por que. Esa vieja grulla se lo merecía.
- Vaya. Eso no es lo que una se espera oír de un hijo hacia su madre…
- ¿Muerta, quiere decir? Mi madre solo se preocupaba por sus joyas, sus reuniones sociales y tonterías por el estilo. Jamás tuvo un minuto, ni para mí, ni para mi padre. Así que no creo que ahora pueda culpársenos de no llorar su muerte.
- Ya veo. ¿El Señor Holgado tampoco apreciaba a su mujer?
- ¿Qué quiere que le diga? No puedo saber como se sentía o pensaba mi padre. Pero yo creo que la amaba.
- Aja. Y que puede decirme de esto. – La inspectora alarga un folio doblado tres veces al joven que le mira, ahora, con ojos suspicaces.
- Esto… ¿De donde lo has sacado? – Jaime Holgado se revuelve incomodo en la silla.
- Bueno, mientras mi amigo forense realizaba su labor, yo y algunos agentes hemos echado un par de vistazos por la casa.
- ¡Yo no mate a esa vieja arpía si es lo que piensas! – el joven se levanta alterado, con los puños cerrados. – ¡Si, la odiaba, pero yo no la maté!
- Vamos, vamos, cálmate. Solo hago mi trabajo, no te he acusado de nada.
- ¡Esto es prácticamente una acusación! – el papel que Jaime sostenía en la mano vuela sobre la mesa.
- Esta bien, creo que por ahora lo dejaremos, puedes retirarte.

Rojo de ira, Jaime Holgado gira sobre sus talones y de tres largas pasos ha recorrido la estancia hasta la puerta, que a duras penas soporta el furioso empujón del joven.

Salgado se agacha a recoger el certificado del seguro de vida de la Señora Holgado, que deja a su hijo cien millones de pesetas libres de impuestos. Cuando se reincorpora en la silla, la complaciente, aunque aun alterada, cara de Matilde se encuentra ante ella, claramente disgustada por la estrepitosa salida de su joven señor.

CONTINUARA…

17 junio 2004

La Sombra del Genio

Las noches de Transilvania nunca son claras. Al menos no según las medidas del resto del viejo continente. Sin embargo, para los lugareños, aquella era una bonita y luminosa noche.

O así fue hasta que negras nubes comenzaron a surgir de las sombras, alimentándose de ellas, extendiéndolas como un incendio de oscuridad que no deja a su paso más que el desolador silencio que provoca el recuerdo de lo que hubo y ya no hay.

Sin embargo, las nubes no auguran el estrépito y la furia de la tormenta. Ni el frescor y el llanto de la lluvia. Los negros jirones de vapor solo traen silencio, sombras y terror.

El Doctor esta demasiado ocupado para atender a insignificantes cambios climáticos, por muy aterradores o cinematográficos que estos sean. Su cabeza trabaja en tantos planos como grupos de elementos hay en su escritorio, mientras que su cuerpo intenta alcanzar la omnipresencia local en la reducida habitación que llama laboratorio.

Los aparatos tintinean, gotean, burbujean, silban, chisporrotean, humean, atrayendo toda la atención del científico, lo que le impide percatarse del ejército de alimañas que se acumulan abajo, en la calle, o del aullido de los lobos en los muros de la ciudad.

Sin embargo, toda concentración tiene un límite, y la del Doctor llega al suyo cuando el cerrojo de la ventana salta para dejar que sus hojas bailen alocadamente con el viento, una danza juvenil, a veces furiosa y, sobre todo, molesta.

El sabio se acerca murmurando hacia las causantes de la distracción, preguntándose por qué cosas tan banales se empeñan en distraerle una y otra vez. Y con este pensamiento, echa el cierre, devolviendo la habitación al alejado plano de existencia en el que se encontraba hace unos momentos.

Sin embargo, algo ha cambiado. Las luces son más tenues, asemejando velas tras una cortina. Los aparatos, aunque mantienen su incesante actividad, parecen hacerlo cansada y monótonamente. Y el ambiente, antes cálido (demasiado cálido) parece haberse cargado ahora de un aire frío y cortante.

Y lo que es peor, lo más alarmante de todo, el Doctor ha perdido las ganas de seguir trabajando y la capacidad de concentración:

- Vamos, Sr. Conde, salga de una vez. ¿Cuantas veces vamos a tener que pasar por esto?
- Veo que sigue tan perspicaz como siempre, Doctor.
- Oh bueno. Nubes negras cubren el cielo; los lobos y los gusanos invaden la ciudad; las luces parecen “velas tras una cortina”… ¿Sabe? No puede estar montando el mismo numerito durante setecientos años y esperar que nadie le reconozca por él. Y menos después de salir en varias películas.
- Y veo que también sigue tan mordaz como siempre. Como ya le he dicho, le agradecería que no tocase el tema de mis representaciones cinematográficas.
- Esta bien, como desee. ¿Y a que ha venido esta vez?
- Vamos, vamos, Doctor, debería mostrarse un poco más cortes con los invitados.
- Usted, Sr. Conde, ha entrado sin ser invitado, y no acostumbro a ser educado con los de su especie.
- Dejemos a los banqueros fuera de esto.
- Como quiera. ¿Desea una taza de té?
- Eso esta mucho mejor, ¿ve? Pero me temo que debo rehusar. No bebo.
- Ya. No bebe, que cara… Creo que yo si que me tomare una.

No sin esfuerzo, el Doctor abandona su sitio, percatándose de que, hasta entonces, había estado prácticamente conteniendo la respiración. La mirada del Conde pesa, y el camino hasta la bandeja con la vieja tetera de latón se hace costoso y largo. Finalmente, el Doctor se sienta cerca de su escritorio con una taza de té entre las manos.

- Repetiré mi pregunta, Sr. Conde, ¿Cuál es esta vez el motivo de su visita?
- Muy bien lo sabe usted amigo mío.
- A lo de siempre, vamos…
- ¿Aun mantiene su empecinado escepticismo hacia mi actitud?
- Perdóneme si miro con malos ojos que, cuando se le antoja, venga a robarme mi ciencia en forma de suero sanguíneo.
- Tranquilícese amigo. La ira no le hará ningún bien. ¿Robar? ¿Por qué robar? ¿A caso roba Usted cuando lee todos esos viejos manuscritos?
- Algunos de esos “viejos” manuscritos, son más jóvenes que usted. Y sabe perfectamente que no es lo mismo. En los libros están los resultados obtenidos por compañeros que, antes que yo, trabajaron para encontrar respuestas. Solo son datos, teorías. Sin ningún valor sin una mente que les de forma. Con mi sangre, sabe perfectamente que se lleva parte de mi ingenio, de mi ser.
- Quizás, ¿pero a caso no estoy haciendo progresos? Mi obra esta casi completa.
- ¡No es su obra, maldita sea, sino la mía!

La mente analítica del Doctor, adormecida por la atmósfera de muerte del vampiro, retorna a la vida consciente por unos segundos, los suficientes para analizar todo lo sucedido, solo que demasiado tarde para poder evitarlo: una taza en el suelo, un dedo acusador, unos ojos negros, profundos y evocadores como un nicho, un fogonazo instantáneo, un hedor a putrefacción y un aliento en la nuca tan frío, que se clava por la columna como una aguja de escarcha.

- No sea insensato Doctor, lo suyo es la ciencia, no las heroicidades. ¿Cómo una mente científica como la suya puede ser tan cerrada? Con su ingenio y mi inmortalidad, conseguiré lo que nadie ha conseguido jamás. Su espíritu y mis conocimientos darán luz a trabajos con los que ningún ser de este planeta ha siquiera osado soñar, ¿acaso no ve las posibilidades?
- En la ciencia no pueden hacerse trampas Sr. Conde. Disfrute si quiere de su pequeño pasatiempo de genio, pero “su” trabajo, “sus” inventos, todo ello, no serán más que una sombra de lo que yo soy. Y dentro de algún tiempo, quizás de mucho, cuando vuelva su centenaria vista atrás, verá que el resultado de todo esto solo ha sido colmar un vacío momentáneo. Los verdaderos conocimientos, están vedados para usted.

El dolor dura apenas unos segundos, seguidos de algo de placer y un gran abatimiento, tras el cual, la estancia recupera sus luces, sus sonidos y su atmósfera de trabajo.

El Doctor se levanta agotado, como si no hubiera probado bocado en diez días. Mira a su alrededor para asegurarse de que su molesto visitante se ha ido. Sabe perfectamente que, si él quisiera, podría seguir allí sin llamar su atención. Pero también sabe que tiene lo que quería y que no volverá en algún tiempo.

Instintivamente mira a su mano izquierda, que aun sostiene la pequeña esfera violeta que saco de su bata. Suspira, y vuelve a guardar la bengala de rayos ultra-violeta en su bolsillo: “él ya esta muerto”.

15 junio 2004

Mester de Juglaría

La suave lluvia obedecía ciegamente a la caprichosa brisa, mientras las tintineantes luces del monasterio se rendían, a ratos, a la oscuridad de la noche.

El picaporte arranca de la madera un estruendo animado por el silencio. Y los pasos apresurados son seguidos por ruido de cierres, chirriar de goznes, y una joven cara enmarcada en capucha de fraile:

- ¿Quien sois?
- Un juglar ambulante.
- ¿Vuestro nombre?
- ¿Acaso importa?
- ¿Acaso os parece prudente dejar entrar a alguien, con semejante clima, y a estas horas, sin preguntarle su nombre?
- ¿Acaso creéis prudente obligar al autor a buscar un nombre para mi, cuando claramente, prefiere que la ausencia del mismo me de carisma?
- Cierto. Seguidme hermano.

La oscura entrada da paso al húmedo atrio, ocupado por un coro de gotas resonantes, y este, a su vez, al comedor.

Una comida frugal, de monje. "No solo de pan vive el hombre" recita el fraile encargado de la lectura durante la cena. Realmente en la mesa siquiera hay pan.

Otro fraile y otro "Seguidme hermano". A la luz de las velas todos parecen distintas copias del mismo original, aunque desde distintos ángulos. Una serigrafía monacal.

Aun es pronto. El trabajo en posadas y tabernas ha arraigado hábitos nocturnos. Un asiento de fría piedra en el atrio y las elevadas voces de los frailes, que en la misa de medianoche, piden la salvación del Hombre.

- ¿Disfrutáis de la estancia, hijo mío?
- No esta mal padre. La comida se podría mejorar, y la iluminación les hace parecer pop-art sacro, pero el lugar inunda de paz el corazón.
- Supongo que un corazón como el tuyo, necesitara mucho de la paz de este lugar.
- ¡Oh, no se crea! Yo soy libre para viajar a donde me plazca. Si necesito paz, voy a un monasterio, sea este u otro, y la obtengo, al menos durante unos días. Son aquellos enraizados en la tierra quienes no pueden disfrutar de ella.
- Cierto, por eso Nuestro Señor Jesucristo envió a sus seguidores a repartir paz entre los Hijos de su Padre.
- Algún día pudo ser así, pero actualmente, una misa semanal y algunas promesas de salvación no van a llevar esta paz a todos los rincones de la Tierra.
- ¿A caso dudas de la labor de nuestros hermanos sacerdotes?
- Ni mucho menos. No dudo de que tengan una labor, solo digo que no tienen la que usted, padre, les atribuye.
- ¿Quizás podrías hacerlo tu mejor?
- Seguro no, pero creo que mis intentos van por un camino más acertado.
- ¿A que intentos te refieres hijo?
- Cuando yo salga de aquí, parte de esta paz quedara impresa en mi, y podré transmitirla a todos aquellos que lo deseen.
- ¿Y puedo preguntar como obraras tal proeza?
- Con mis historias padre. Con historias de un monasterio recóndito, donde la lluvia canta en el atrio, los frailes son juegos de luces y el tiempo se detiene si cierras los ojos.
- Pero ninguna de esas cosas es cierta.
- Lo es, pues yo así lo he sentido. Y como yo lo sentí, puedo hacérselo sentir a otros con mis canciones e historias.
- Más eso también podemos hacerlo nosotros. Nuestros escribanos copian y escriben obras en latín, e incluso en romance. Grandes creaciones de mentes más brillantes que la tuya.
- Y estoy seguro de que así es padre. Pero sus obras, con toda su genialidad, están relegadas a los muros de los monasterios, o, como mucho, a aquellas mentes conocedoras de los secretos de la palabra. Mi arte llega a todos, pues va directamente de mi corazón al suyo.
- ¿Llamáis arte a unas pocas canciones y relatos de viejas?
- Llamadlo mester si preferís. El nombre es lo de menos. Lo que importa es que con él puedo transmitir ideas, pensamientos, sentimientos, mucho mejor de lo que vuesas mercedes pueden con todas sus grandes obras.
- Hijo mío, creo que deberíais recapacitar esta noche y pedirle a Nuestro Señor que os aclare la mente.
- Gracias por el consejo padre, pero esta noche, prefiero disfrutar de la paz de este lugar.

El día llega con nueva luz, haciendo que la oscuridad y la lluvia del ayer no sean más que recuerdos fáciles de olvidar. Las bestias que tiran de la carreta inician su marcha perezosa, que rápidamente se acompasa con el vaivén del vehiculo, formando una composición de danza y música pobre y monótona.

Los barrotes desdibujan el paisaje, más por sus augurios de futuro que por su apariencia en el presente. El viejo prior, al que la luz del día ha dado forma propia, camina de la forma que solo un anciano puede hacerlo, transmitiendo tantas sensaciones con su postura y su mirada, que es casi imposible contarlas todas.

- Hijo mío, créeme que lo he hecho por tu bien.
- No se apesadumbre padre. Esto también debe ser contado en alguna historia.
- ¿Sigues con lo mismo? ¿Cuantas historias más piensas que podrás contar?
- Muchas padre, todas las que la cabeza y el corazón me dejen.
- ¿Y como será eso, hijo mío?
- Será dentro de mucho padre, en un lugar donde todo el que quiera podrá leerlas. Y donde todo el que quiera podrá sentir lo que trasmiten. En un tiempo donde los barrotes no serán mi recompensa por tal acto.
- Supongo que te refieres al cielo...
- Quizás no andéis muy desencaminado padre.

La figura del Prior se dibuja cada vez más pequeña en el horizonte, hasta desaparecer en un mar de más de quinientos años de historias.