08 julio 2004

Juan P. - Escena III

Juan caminaba por el recibidor, torpemente apoyado en la silla, con la mano libre sobre su maltrecha espalda. Paseaba entre decenas de cuerpos tumbados boca abajo con las manos sobre la nuca. Algunos murmuraban al oírle pasar; otros sollozaban; y la mayoría se mantenía en silencio.

A medida que andaba, notó como un rumor crecía en el exterior del edifico. Suave al principio, pero cada vez más alto y furioso. Por fin, Juan reconoció que el rumor, que se había convertido en un estrépito, estaba formado por numerosas voces que gritaban al unísono. Una nueva punzada de dolor acuchillo los riñones de Juan al comprender el significado de las altisonantes palabras:

- ¡Juan, valiente, / te quiere toda la gente!”

Juan aun no daba crédito a sus oídos cuando la amplificada voz del Sargento Ruiz volvió a sonar en el exterior:

- ¡Por favor, mantengan la compostura!
- ¡La Administración, / menudo tostón! – Respondieron las voces al unísono.
- Se trata de un secuestro – la voz del Sargento de Policía sonaba algo alterada -. Dejen que nos ocupemos del asunto.

Mientras el Sargento Ruiz discutía con las voces, Juan corrió – o más bien, se arrastró como pudo – hasta el televisor que seguía emitiendo en el suelo con la pantalla hacia arriba.

De nuevo, la bola de terciopelo rojo ocupaba la parte inferior de la imagen, pero esta vez, era una mujer de unos cuarenta años quien le hablaba:

- Pues me parece muy bien lo que ha hecho Juan. Por que las amas de casa de este país ya estamos hartas de que se nos desprecie. ¡Juan, te apoyamos!

Detrás del ama de casa, un gran número de personas gritaban alzando los brazos y enarbolando pancartas donde se leía “¡Juan, no te rindas!” o “¡Todos con Pérez!”.

Juan cambió de cadena. Esta vez, una bola azul y un muchacho de unos 20 años ocupaban la imagen. Detrás, un grupo de personas, al parecer bastante alteradas, eran empujadas de forma poco amable por una fila de antidisturbios. El chico habló a la bola azul:

- ¡Ya era hora de que alguien hiciese algo! No podemos permitir que se siga destruyendo el Amazonas con fondos de nuestras arcas públicas. Ese Pérez es todo un héroe.

Nuevo cambio de canal. Una bola de terciopelo negro y un caballero mayor que le habla:

- Menos mal que aun quedan personas con agallas. Y es que lo de nuestra Administración es intolerable, todo manga por hombro. Alguien tenia que dar un toque de atención a ver si las cosas se ponen en su sitio. Si no lo hubiera hecho el Sr. Pérez, tengo miedo de que lo hubiera hecho yo cualquier día de estos.

El dedo de Juan volvió a pulsar el botón y el señor y la bola negra dejaron paso a una mesa de madera alrededor de la cual estaban sentadas varias personas. Un tipo de traje tenía la palabra:

- Y es normal que ocurran este tipo de cosas mientras mantengamos una actitud permisiva con los países islámicos.
- Al contrario – respondió un muchacho de camisa, sentado al otro lado de la mesa -. Precisamente cuanta más presión ejerzamos sobre los países árabes, más casos como el que acontece en la Oficina de Servicios Municipales tendremos.
- En mi opinión – una mujer elegantemente vestida toma ahora la palabra – el caso del Sr. Pérez debería hacernos reflexionar un poco más sobre lo que ocurre dentro de nuestras propias fronteras. Deberíamos preguntarnos como un ciudadano de nuestro país puede acercarse de esa forma al terrorismo internacional.

Juan no daba crédito a lo que oía. Volvió a cambiar de canal, para ver como la mesa de madera era sustituida por un par de sofás. En uno de ellos, una mujer lloraba amargamente, mientras otra le consolaba:

- Vamos, vamos, tú no tienes la culpa.
- Si – respondió la mujer entre sollozos -. Si le hubiese prestado más atención a Juan, el ahora no estaría haciendo esto.

Juan noto como las desagradables criaturas verdes salían de su embriaguez y comenzaban a derribar el castillo piedra a piedra. Él no conocía de nada a aquella mujer, ni tenía relación con el terrorismo islámico, ni con el Amazonas, ni con las amas de casa. Él solo quería un calmante y una firma.

Golpeó con la silla el aparato de televisión, justo cuando un hombre entraba en escena preguntándole, con muy malos modos, a la mujer llorosa si de verdad se había acostado con el Sr. Pérez.

El televisor se deslizó hasta estrellarse contra una pared, donde se destrozó provocando nuevos sollozos en toda la estancia. Un zumbido en la oreja recordó a Juan que llevaba puesto un auricular, y la voz del Sargento Ruiz sonó, algo alterada, en su cabeza:

- ¡Demonios, Juan! ¿Qué ha sido eso?
- Tranquilícese, solo me he cargado la televisión.
- Desde luego la programación es un asco – respondió el Sargento algo más calmado -. Pero no hace falta que se altere. Ya he traído al negociador. Ya vera como dentro de nada todo esta solucionado. Se lo paso.

El auricular emitió una serie de sonidos de fricción y movimiento, tras los cuales, se dejo escuchar la voz sosegada de una mujer:

- Buenos días Sr. Pérez. Me llamo Ángela, y voy a intentar que todo el mundo aquí salga bien parado.
- Pues me temo que llega un poco tarde para eso.
- Esta bien, esta bien. Comprendo que todo esto pudo haberse solucionado antes y mejor. Pero el lío ya esta montado, así que intentemos arreglarlo ahora lo mejor posible. ¿Qué es lo que quiere?
- El respeto a las amas de casa, al Amazonas y al Islam – respondió Juan casi sin pensarlo, con una sonrisa de ironía en los labios.
- ¿Perdone? – por un instante, el tono de Ángela fue de incredulidad.
- Primero quiero que me traigan al Intendente de Asuntos Europeos y después, quiero una ambulancia totalmente equipada en la puerta del edifico, que me lleve al centro de salud más cercano.
- Esta bien, suena sencillo. Sin embargo, tendrá que darme alguna muestra de buena voluntad.
- Yo todavía no he recibido ninguna en toda la mañana.
- Eso me recuerda: ¿ha desayunado?
- No, aun no.
- Cuatro rehenes, más el agente de policía infiltrado, a cambio de un desayuno continental. ¿Le parece?
- De acuerdo.
- Esta bien. Cuando suelte a los rehenes le enviaremos el desayuno. Una vez que termine, seguiremos hablando. No me apartare del auricular. Corto.

Juan alzó todo lo que pudo la cabeza para tener una vista más amplia de la estancia. Después de mirar alrededor durante unos instantes, golpeo el suelo con la silla y hablo con voz clara y potente:

- De acuerdo. El agente de policía que intento infiltrarse y cuatro de las personas más mayores, puedes abandonar el edificio. Háganlo por la puerta principal. Y más les vale no hacer tonterías, ya han visto como las gasto.

Un ligero murmullo comenzó a levantarse en el recibidor, hasta que fue acallado por un nuevo golpe de silla. Juan levantó otra vez la cabeza para ver como el agente de policía ayudaba a cuatro ancianas a llegar hasta la puerta.

Y mientras en el exterior del edificio un clamor de vítores y aplausos recibía a los liberados, dentro, Juan comenzaba a sentirse cansado y aturdido. Cerro los ojos para aclarar su mente, y vio a muchas de las desagradables criaturas verdes dormidas exhaustas por los rincones, mientras unas pocas permanecían aun en pie, derribando fatigosamente algún muro, o bebiendo, casi a ciegas, los últimos toneles de licor.

CONTINUARÁ…