13 diciembre 2007

Visto ahora

Los bloques de nichos se recortaban negros contra el naranja crepuscular. El césped susurraba con la suave brisa de primavera. Y la tarde parecía cálida. Yo, por mi parte, caminé lento y en silencio, como venia haciendo desde hacia ya algunos años, hasta detenerme frente al reciente sepulcro.

Su vista pesó en mi corazón obligándome a cerrar los ojos. A lo lejos, el mar chocaba en larga cadencia contra los acantilados, colándose atropelladamente en las pequeñas cuevas de la base. Las gaviotas regresaban a casa.

Me senté con la espalda reposada contra una vieja encina plantada muy próxima a la piedra. Ladeada la cabeza observé el lento hundimiento del Sol. Al girar de nuevo la vista me lo encontré sobre la lapida, mirándome con expresión de profunda melancolía. Antes de hablar, le dedicó, también, larga atención al ocaso:

- Me alegro de verte.
- No es cierto.

Casi sonrió.

- Vale, no es cierto. Pero me traes buenos recuerdos.

¿Eran buenos recuerdos? No nos hacían felices. Una vida de mutua soledad. El tiempo, las circunstancias, nos habían ido aislando. El tiempo, de la familia; las circunstancias, de los amigos; ninguno encontró con quien compartir, a que entregarse; hasta que pareció que todo cuando quedaba de lo que alguna vez conocimos era el otro.

- Tu también me traes buenos recuerdos.

El pulso de las estrellas girando sobre nosotros marcaba el paso del tiempo. Recordamos anécdotas y escenas. Decenas, cientos. Cada nueva historia marcaba un hito de perdidas, un punto a partir del cual relaciones que hubo se distanciaron hasta desaparecer. Así, poco a poco, intervine cada vez menos en las memorias. Él lo notó:

- ¿Aun lamentas una vida solitaria?
- Visto ahora, nunca estuve solo.

Casi volvió a sonreír.

Pero era verdad. Había mucha gente completamente sola en el mundo. Nuestra soledad en compañía, nuestra compañía solitaria, nos había unido hasta las lagrimas. Como si fuertes golpes dados a gran distancia se propagasen hasta el tronco de la encina, note una lejana sensación de efusión que me hizo levantarme. Fue solo un instante, pero tenia la impresión de que en el tiempo por venir, recurriría a su recuerdo con frecuencia.

Aquí y allá, ocasionalmente, tímidos trinos acompañaron las primeras penumbras. Ambos miramos al Este, en silencio, escuchando como el viento nocturno huía por los callejones, las esquinas cerradas, las grietas. Ante la inminencia del día preguntó:

- ¿Y nunca se pasa?

Yo miré nuestras vecinas tumbas antes de responder.

- ¿La melancolía? Creo que...

Pero la primera luz del alba puso fin a la conversación.