16 septiembre 2007

En la caja

El viejo gato reposaba, lánguidamente, sobre la pequeña caseta que almacenaba las herramientas de los jardineros. Perezoso, jugueteaba con un par de mariposas blancas que trataban de posársele en la cara. Los últimos rayos de sol, como contagiados de la misma modorra que embargaba al animal, caían lateralmente sobre el tejado, inflamando el dorado pelaje del felino con tonos de fuego.

Pasos sobre la hierba interrumpieron el descanso. Listo para erguirse apresuradamente, el animal giró la cabeza hacia el origen del ruido. Un estudiante, que a veces le mimaba, e incluso daba golosinas, se acercaba hacia la caseta. Al verlo, se levantó definitivamente, y tras sopesar la tarea con la vista, se dejó caer hasta el césped.

Aun tardó unos instantes en acercarse al muchacho, que al verlo bajar, se había parado de cuclillas, donde estaba, ofreciéndole algo apetitoso. La tentación venció al instinto y, ronroneando, devoró el regalo que se le daba, mientras quien se lo ofrecía le rascaba suavemente la cabeza.

Como solía hacer, una vez acabado el bocado, siguió al muchacho, esperando, tal vez, nuevos regalos que llevarse a la boca. Así cruzaron el patio hasta una de las entradas laterales del edificio más cercano. Entraron y siguieron por silenciosos corredores cargados de olores muy fuertes, que le hicieron estornudar un par de veces. Subieron a la primera planta y se detuvieron ante una puerta como cualquiera del edificio, donde otro joven esperaba, leyendo, apoyado en el marco de la puerta.

El gato se sentó y miró al chico esperando, tal vez, que también él quisiera darle golosinas. El muchacho de la puerta aparto los ojos de la lectura y miró al otro, luego al animal, y finalmente de nuevo al otro emitiendo un leve resoplido de desaprobación antes de hablar:

- Lo sabia. Mira que eres cabezota.

El aludido sonrió cariñosamente al animal antes de responder:

- La ciencia también requiere de un poco de estilo. Cuando nos den el Nobel tendremos una anécdota genial que contar y seguro que a los tíos que hagan nuestras biografías les encantan estos detalles,

El chico de la puerta levantó los ojos al cielo antes de entrar en la sala. Su compañero y el gato le siguieron.

La estancia era amplia y luminosa. Las paredes aparecían cubiertas de estantes llenos de libros, documentos e instrumental diverso, gran parte del cual era luminoso o presentaba espejos, lo que llamaba fuertemente la atención del gato.

El resto de la sala estaba completamente vacío. Solo un gran cubo gris, de unos dos metros de alto, se erigía notablemente silencioso en el centro.

Al percatarse de la imponente presencia del cubo, el animal se detuvo en el sitio, inmóvil, a mitad de un paso. Y hubiera salido huyendo de aquella mole que, desde las alturas, parecía venírsele encima, si en el interior de la misma, a través de una puerta por la que cabria un hombre adulto, no se divisara un plato delicioso.

El gato miró alternativamente a la comida dentro de la gran caja y a los otros dos ocupantes de la sala. Estos le miraban, uno sonriente, serio el otro, enfundados en pesados trajes amarillos que les cubríam la totalidad del cuerpo:

- Vamos Espín, esta bueno -le alentó el joven sonriente señalando el plato de deliciosa comida.
- Si nos cargamos al gato, nos vamos a meter en un marrón.
- No morirá. Y le estamos facilitando la noticia humana a la prensa. A los noticiarios les encantará poner imágenes de Espín retozando mientras comentan que el primero en probar la Caja fue la atrevida mascota del campus.

A Espín le gustaba su nombre. Sonaba rápido: «¡Espín!». Se tranquilizó un poco y, aun con cautela, se acercó al plato de comida dentro de la caja.

Mientras comía observaba de reojo como la puerta por la que había entrado se cerraba lenta y silenciosa. El ruido de pasos en el laboratorio dibujaba a los estudiantes moviéndose apresuradamente mientras hablando entorno a la caja:

- ¿Has verificado el sistema de aislamiento?
- Dos veces. Cuando la puerta se cierre el sistema central será plénamente cerrado en sei...

La puerta se cerró con un ruido seco y el interior quedó sumido en el silencio y una tenue penumbra de luz blanca que surgía, fría y artificial, de las aristas de la caja.

Acabada la comida, Espín se dejó caer suavemente sobre un costado, con las patas estiradas. La comida había sido buena y en la estancia se estaba caliente. Cuando sus pupilas alcanzaron el tamaño adecuado, pudo ver que había más cosas a su alrededor: una pequeña botella plateada unida por cables a una caja más o menos del tamaño de Espín.

Bostezó. Se lamió el hocico y apoyó la cabeza contra el suelo. Entonces se vio: allí, donde él estaba, estaba Espín.

Se levantó de un salto, mientras el otro Espín permanecía en el suelo, con los ojos cerrados, la cabeza encogida. Aquel Espín estaba muerto.

Se fijó en que las otras cosas que había en la caja eran varias al mismo tiempo: la botella estaba intacta y reventada; la caja pequeña, presentaba una lucecita roja, encendida y apagada. Y al fijarse mejor en el Espín muerto, se percató de que era él mismo, que seguía vivo.

El interior de la caja, la caja misma, era varios a un tiempo. No como si dos imágenes se superpusieran en los ojos de Espín, sino más bien como si la misma parte de su cerebro concibiera, al mismo tiempo, naturalezas opuestos sobre un mismo aspecto. Parecido a cuando uno se plantea que algunas de las estrellas que ve puede hacer miles de años que han desaparecido; o a cuando se intenta concebir como sera el carecer totalmente de pensamiento. Solo que en este caso, Espín no podía dejar de hacerlo.

Espín, o al menos parte de él, corrió en círculos, asustado, por el angosto interior de la caja. Era lo único que podía hacer, al menos la parte de él que no había sucumbido a la inexistencia.

Finalmente, se detuvo exhausto y muerto, sin haberse movido del sitio. Se dejó caer nuevamente, atrapado en el umbral de la existencia, sobrecogido por el peso de sus percepciones.

Algo comenzó a ocurrir entonces: una linea surgió, nítida, de todos los puntos, alargándose en todas las direcciones. Espín podía distinguir cada una de las infinitas rectas aunque, de haber tenido las capacidades, no hubiera podido describirlas. Eran lineas de inexistencia, que él podía reconocer por ser iguales a la concepción que le embargaba desde su yo muerto.

Las lineas comenzaron a agrandarse, separando, vertiginosamente, las distintas cajas que saturaban la percepción de Espín. Pudo ver la caja con la luz roja, la botella reventada y su yo muerto alejarse de él al otro lado de un río de irrealidad que, a creciente velocidad, hasta alcanzar el vertigo, se expandía hacia el infinito. Al instante las lineas eran tan inmensas que Espín ya no podia ver más el otro lado, y con la misma velocidad con la que las había apreciado, desaparecieron detrás de su propia caja, ya única en si misma.

La puerta se abrió con el mismo ruido sordo con el que se había cerrado. Al otro lado, las caras de los estudiantes, una aun sonriente, la otro con un gesto de infinito alivio, miraban atentamente a Espín.

Cuando la puerta se abrío por completo, los dos muchacho se apartaron y el gato salio despacio, mirando en todas direcciones antes de aventurarse mas allá del umbral. Comprobado el exterior, avanzó trotando hasta la puerta del laboratorio ante las miradas, sonrientes ambas, de los dos muchachos:

- Te dije que sobreviviría.
- Ya lo veo, ya. Siquiera se ha inmutado.
- La paradoja de Schrödinger no es más que una paja mental teórica. Cuando completemos el experimento quedará totalmente fuera de discusión.

Ya bajo el marco de la puerta Espín echó un último vistazo al laboratorio antes de salir. Al lado de la caja los dos compañeros seguían conversando, planeando el experimento con un sujeto humano. Mirándolos fijamente, Espín pudo ver como, simultaneamente, ambos jóvenes aparecían de rodillas, atónitos los rostros, sobre el cadáver del propio Espín. Bostezó y salio hacia el pasillo. Tal vez en el comedor alguien le diera de comer.

12 septiembre 2007

Un último reposo - Jugar solo

Un último reposo

Inspirado en una obra de Meritaron (publicación).

Imagino un altar
donde reposar del reposo
los últimos minutos.
Antes de recorrer el camino,
infinito,
de árboles deshojados.

Jugar solo

La habitación era enoooorme...
Que lejos aparecía el techo;
que lejos la pared y la ventana;
que lejos los estantes de encima de la cama.

El niño miraba en rededor,
escrutando las esquinas, los rincones,
buscando en la oscuridad
alguien con quien jugar.

El niño juega a que habla.
El niño juega a escuchar lo que se dice.
Juega a contestarse y a volverse a preguntar.
Juega a que tiene alguien con quien hablar.

Pronto se cansa de contestarse preguntas,
y de preguntas que no sabe contestar.
Y grita, y llora, y patalea furioso,
porque quiere alguien con quien jugar.

Pero la habitación es tan enoooorme,
que nadie lo oye rabiar.
Exhausto y solo se duerme
soñando que el juego fue realidad.