29 julio 2006

El Caleidoscopio

El caleidoscopio yacía en el suelo de la habitación. Mientras, me acurrucaba contra una esquina tratando de apartar de mi mente las imágenes que me había sugerido. Me preguntaba como había podido suceder. Como me había podido volver a suceder.

Recordaba los de mi sueño. De formas y colores elegantes. Y como, al mirar por ellos, sus partes móviles ofrecían un espectáculo lento, armonioso, agradable. Algunas piezas, al girar, modificaban sus colores, cálidos y alegres o fríos y tranquilizadores; otras cambiaban la forma, del centro hacia fuera, como una flor que se abre; otras alteraban pequeños detalles dentro del conjunto, delicados, pero cuyo cambio ofrecía una perspectiva totalmente nueva.

Recordaba como había buscado los espejos por toda la casa. Me sorprendí de lo sencillo que había resultado. No esperaba encontrar tantas láminas de espejo de una forma tan fácil. A veces llegué a creer que el sueño había sido una especie de mensaje del destino para que crease aquellos bellos instrumentos. Como una inspiración divina.

Decidí ignorar libros y teorías. Algún tiempo atrás había aprendido en algún lugar los rudimentos. Corte las láminas de espejo con formas inspiradas; ninguna igual; siguiendo los designios de mi espíritu. Rara vez me he mostrado tan cuidadoso con cualquier labor. Poco a poco las piezas se iban ensamblando. Los espejos iban configurando un intrincado rompecabezas en su interior; cada parte móvil encajaba perfectamente con las demás; las bolas de papel llenaban el pequeño espacio entre las dos lentes, de una circunferencia admirable; los embellecedores de bronce recubrían los extremos del tubo, de betas blancas y rosadas.

Finalmente el caleidoscopio estaba terminado. Tan parecido a aquellos de mi sueño que me parecía estar soñando en aquel mismo momento. Lo admiré por algunos instantes, con el orgullo del artista que consigue reproducir fielmente en el mundo físico lo que antes no era más que una imagen encerrada en su cabeza.

Y casi conteniendo la respiración, acerque su extremo a mi ojo y cerrando el otro miré. Colores oscuros y muertos se mostraban al final del artilugio. Negros, grises, marrones. Dibujaban un círculo árido de formas afiladas. Comencé a girar las piezas móviles en busca del color. Este llego en forma de rojo apagado, que brotaba del centro de la imagen para extenderse entre las formas de colores oscuros. Como si de sangre desparramándose por un suelo empedrado se tratase, el tono escarlata fluía lento y denso entre las estriaciones grises y marrones.

Habiéndome olvidado de respirar, buscaba empecinadamente las formas de mis sueños. Aquellos colores alegres y cálidos, fríos y tranquilizadores. Una a una, sin prisa, pero sin poder detenerme, giraba las distintas secciones del tubo en ambas direcciones. El flujo de sangre había convertido la imagen en un lago rojo de cuyo centro manaban tenues ondas. Que abrieron paso a una grieta vertical de un amarillo amarronado que poco a poco fue contagiando otros puntos de la laguna.

El amarillo era sucedido por incendios de un naranja chichón que surgía aquí y allá con formas afiladas. Agujas que penetraban los colores buscando imágenes ya olvidadas. Cuadros que evocaban emociones que tiempo atrás habían sido relegadas a oscuras habitaciones del subconsciente y cerradas bajo llave. Las imágenes ya no estaban en el fondo del caleidoscopio sino en el fondo de mi cabeza.

Así yacía acurrucado en un rincón. Tratando de evitar, sin conseguirlo, la vista del instrumento que había creado. Intentando volver a ocultar los retratos de tentativas pasadas; nítidas instantáneas de tantas otras veces que, como aquel día, había intentado hacer un sueño realidad y, como aquel día, no había hecho más que fracasar.