18 junio 2004

El Caso de los Holgado - Parte I

La intensa mirada de la Inspectora se filtraba a través de la mampara de la estantería. Ignorando el reflejo que esta le devolvía, se fijaba en algún punto más halla de los desagradables cráneos de simio disecados, más haya, incluso, de la pared de la habitación.

Finalmente recupera su rango de visión habitual, sin haber logrado ver lo que buscaba. Ahora, el cristal que tiene ante si, le devuelve la imagen de una mujer de treinta años, con cierto encanto, rodeada por los rostros de exóticos primates momificados, cuyo rictus de seriedad y tristeza, le hacen recordar plenamente donde y por que se encuentra allí.

La Inspectora Salgado se gira lentamente, aprovechando el movimiento para echar un nuevo vistazo a todos los presentes en el salón de la casa de los Holgado.

En un sillón, Matilde, la vieja asistenta, respira forzosamente, mientras sus ojos giran desesperadamente en todas direcciones, seguramente esperando que, en cualquier momento, un asesino salga de un rincón a acabar con la vida de todos los presentes. Su mano derecha aun permanece sobre su pecho.

A su lado, abanicándola amablemente, el doctor Varela, agita una vieja revista de caza hacia la maltrecha figura del sofá, mientras su enjuto rostro, pálido como la nieve, vacila frenéticamente entre la mujer a la que atiende y el centro de la estancia.

Al otro lado de la habitación, de pie, apoyado sobre un viejo reloj, un joven rubio, de unos veinticinco años, fuma con despreocupación y algo de cinismo en su mirada.

Y, finalmente, cerca del joven, su padre, el Señor Holgado, rechoncho y nervioso, camina de un lado para otro de la habitación, sin prestar atención a nada más que al suelo que pisa.

Cuando la Inspectora ha terminado su rueda de reconocimiento particular, se percata de que el Dr. Alberdi, lleva un rato a su lado. Salgado cierra unos instantes los ojos, sabiendo que, sea lo que sea que vaya a salir del combate que esta a punto de librar, no será bueno, y, por fin, inicia la conversación con la formula tantas veces repetida:

- ¿Qué tienes para mi Juan?
- Algo verdaderamente exótico señora Inspectora.
- ¿Ah si? – la pregunta no es más que una tregua en la conversación para poder mirar los personajes a su alrededor y comprobar el efecto que haya podido causar en ellos la falta de tacto de su amigo. Nadie parece haberse percatado de ello.
- La victima estaba de pie, en el salón. Alguien le clavo una aguja en un punto vital de la medula espinal, a la altura de la nuca, y la Señora Holgado se desplomó. Fue rapidísimo y totalmente indoloro.
- Suena complicado.
- Realmente lo es. Solo un profesional de la medicina puede haber hecho algo así. Y desde luego, tuvo que tomarse su tiempo analizando el cuello de la victima.
- Vaya, parece que eso facilita bastante las cosas, ¿no? – y la Inspectora echa una mirada recelosa al doctor Varela, que parece demasiado ocupado en la recuperación de su paciente.
- Supongo. Ese es su trabajo, no el mío.
- ¿Dices que para hacer algo así se necesita bastante tiempo?
- Si, bastante. La mayoría de médicos necesitarían de cinco a diez minutos para analizar el cuello de la victima y, aun así, podrían fallar. Con mucha experiencia, calculo que el número de minutos puede reducirse a dos.
- Bien, ¿tienes algo más?
- Pues no, me temo que no. Solo puedo añadir que lo hiciese quien lo hiciese, lo preparó a conciencia.
- De acuerdo.

La Inspectora Salgado se aproxima al guardia que permanece en el centro de la habitación, junto al cuerpo fallecido. Y tras intercambiar unas palabras, abandona la estancia hacia la biblioteca. Cerrando tras ella, la puerta corredera que separa ambas estancias.

Las paredes recubiertas de estantes, muestran su heterogéneo contenido. Volúmenes de distintos tamaños y colores, se apilan unos al lado de otros, llenando la habitación del inconfundible aroma del conocimiento contenido.

Salgado se sienta en uno de los dos escritorios, justo al lado de una gran estantería repleta de libros sobre finanzas y economía, y repasa rápidamente las pocas notas que pudo reunir sobre los sospechosos de camino aquí. Afortunadamente, los Holgado y sus amigos no pasan desapercibidos para la gente de los alrededores.

Un deslizar desacompasado devuelve a la Inspectora a la realidad. El mismo deslizar se produce cuando el joven Holgado vuelve a correr tras de si la puerta corrediza que separa la biblioteca de la estancia contigua. La inspectora le indica un asiento:

- Por favor, siéntese.

El muchacho, se siente y sopesa a su interlocutora con una mezcla de arrogancia, curiosidad y picardía. La Inspectora le sostiene la mirada durante unos segundos y vuelve a tomar la palabra:

- Bien Señor Holgado…
- El Señor Holgado es mi padre. Dejémoslo simplemente en Jaime. Y lo mejor será que me tutee, así yo podré hacer lo propio con usted y todos estaremos más cómodos.
- Esta bien. Como decía. Lamento el trágico suceso acontecido esta noche…
- No tiene por que. Esa vieja grulla se lo merecía.
- Vaya. Eso no es lo que una se espera oír de un hijo hacia su madre…
- ¿Muerta, quiere decir? Mi madre solo se preocupaba por sus joyas, sus reuniones sociales y tonterías por el estilo. Jamás tuvo un minuto, ni para mí, ni para mi padre. Así que no creo que ahora pueda culpársenos de no llorar su muerte.
- Ya veo. ¿El Señor Holgado tampoco apreciaba a su mujer?
- ¿Qué quiere que le diga? No puedo saber como se sentía o pensaba mi padre. Pero yo creo que la amaba.
- Aja. Y que puede decirme de esto. – La inspectora alarga un folio doblado tres veces al joven que le mira, ahora, con ojos suspicaces.
- Esto… ¿De donde lo has sacado? – Jaime Holgado se revuelve incomodo en la silla.
- Bueno, mientras mi amigo forense realizaba su labor, yo y algunos agentes hemos echado un par de vistazos por la casa.
- ¡Yo no mate a esa vieja arpía si es lo que piensas! – el joven se levanta alterado, con los puños cerrados. – ¡Si, la odiaba, pero yo no la maté!
- Vamos, vamos, cálmate. Solo hago mi trabajo, no te he acusado de nada.
- ¡Esto es prácticamente una acusación! – el papel que Jaime sostenía en la mano vuela sobre la mesa.
- Esta bien, creo que por ahora lo dejaremos, puedes retirarte.

Rojo de ira, Jaime Holgado gira sobre sus talones y de tres largas pasos ha recorrido la estancia hasta la puerta, que a duras penas soporta el furioso empujón del joven.

Salgado se agacha a recoger el certificado del seguro de vida de la Señora Holgado, que deja a su hijo cien millones de pesetas libres de impuestos. Cuando se reincorpora en la silla, la complaciente, aunque aun alterada, cara de Matilde se encuentra ante ella, claramente disgustada por la estrepitosa salida de su joven señor.

CONTINUARA…

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hombre, también podía haber sido un torero experto en poner 'puntillas', veamos la segunda parte...

Abe