08 julio 2007

El caso de la epidemia - III (Final)

El caso de la epidemia - II


El silencio intensificaba la sucesión de sonidos que lo interrumpían: una gran pieza de madera cayendo al suelo; otro cuerpo aterrizando, más sordamente, próximo a ella; la caída de otra pieza de madera; una puerta que era abierta. Y, en ese instante, la calma dio paso a la tormenta: las luces se encendieron repentinamente y mientras dos agentes de policías le aferraban por los brazos, una mujer de unos treinta años se dirigía a él con tono decidido:

- Marco Ferrer. Queda usted arrestado por homicidio.

El joven, cegado por la súbita iluminación y desorientado por la sorpresa, se aguantaba a duras penas apoyado por los hombres que le retenían:

- ¿Que dice? Yo me desperté... No se que dice...

Pero la inspectora no prestó atención. Señaló a los hombres que le registrasen, los cuales fueron depositando sobre el viejo escritorio de Pompas Fúnebres una considerable cantidad de joyas que el muchacho llevaba en los bolsillos.

El doctor Varela se acercó a la mesa y comprobó el escudo de los Ferrer en algunas de las piezas:

- Increíble --señaló. Esto es increíble. Definitivamente ha vuelto a hacerlo.
- No será por que el chico me lo puso fácil. Cuando el doctor Alberdi me informó de que la señora Ferrer no dejaba en herencia más que deudas tenia tres homicidios pero ningún posible motivo.
- De hecho, deseaba preguntarle a cerca de eso. Durante todo el día ha estado completamente segura de que se trataba de envenenamiento, aunque todos los indicios apuntaban a una epidemia.
- Todos no. La señora Miramar comentó que doña Esperanza era especialmente exigente con el servicio. El menor error suponía el despido. Y desde luego, las formas de trabajar de Margarita lo corroboraban. Me resultaba muy difícil creer que hubiera sido ella quien se dejase la cucharilla húmeda con la que había removido el té en el azucarero.
- Más propio de un envenenador apresurado supongo.
- Desde luego. Además, la muerte de la chica resultaba muy conveniente conmigo y Alberdi haciendo preguntas.
- ¿Cree que el muchacho nos oyó comentar en el velatorio que la salud de Margarita era el factor sospechoso del caso?
- Muy probablemente --interrumpió Alberdi.

El doctor salía de la sala de los ataúdes enseñando en su mano derecha un puñado de pequeños viales llenos de líquido negro.

- Encontré esto en cortes practicado en el recubrimiento interior de la caja del chaval.
- ¿Un desencadenante de catalepsia? --pregunto su compañero doctor.
- En pequeñas dosis probablemente. No creo que el muchacho estuviera muy a gusto pensando en las consecuencias de dormir demasiado. Así que tomaría dosis mínimas para pasar sus chequeos. Sin embargo, en dosis grandes seguramente será mortal. Dosis como las que se proporcionaron a la señora Ferrer y Margarita.
- Además --continuó Salgado-- no solo nos quitaba a nosotros de en medio. Envenenando a Margarita respaldaba aun más la hipótesis de la epidemia. Asegurando que los cadáveres se mantuvieran lo suficientemente aislados como para poder robar lo único que creería que le quedaba a su tía de valor: las joyas de la familia.
- Pero eso nos convertía a la señora Miramar y a mi en sospechosos --apuntó el doctor Varela con cierta incomodidad.
- Debo reconocer que cuando me comentó que eran los únicos que tendrían acceso a la habitación les puse en el punto de mira. Y puesto que era muy probable que doña Alejandra hubiera sido la responsable de la preparación del cuerpo de su amiga, debía ser plenamente consciente del valor y la disposición de las joyas.
- Hubiera sido divertido ver su reacción cuando la detuvieses --apuntillo Alberdi.
- No, no lo hubiera sido --le contradijo su compañera con cierto tono de reproche. Afortunadamente, escuche su conversación con el responsable de Pompas Fúnebres. Me resultaba muy extraño que el joven Ferrer hubiera elegido como su albacea a la amiga de una tía con la que apenas hacia tiempo que se trataba. Y su empeño por ser enterrado al amanecer era demasiado conveniente.
- Y muy ingenioso --señaló el otro policía. Todas las pruebas habrían quedado enterradas bajo un par de metros de cemento. Y él podría desaparecer a gusto.
- Sin embargo, al incluirlo en la lista de sospechosos por un instante, no solo me di cuenta de que tenia tantas probabilidades de ser el culpable como la señorita Miramar o usted, doctor, sino que además era el único de los tres que no estaba en la salita de invitados mientras Margarita servía el té.
- Lo que le permitió preparar el veneno para la pobre muchacha.

Completada la explicación por el doctor Varela, la inspectora se limitó a asentir.


En la puerta del edificio de Pompas Fúnebres el doctor Varela, con aire cansado, despidió a la inspectora y su compañero. Agradeciéndoles afectuosamente el haber acudido. Tras responder de la misma forma, los dos agentes de policía se encaminaron hacia el coche de Salgado aparcado un par de calles más abajo.

- ¿Crees que la novia del chico sabe algo? --preguntó Alberdi cuando se alejaron un trecho.
- Creo que si. Cuando el doctor anunció en la casa Ferrer que se trataba de una epidemia, ella pareció sorprenderse mucho. Como si le resultase extraño que Varela pudiera haber llegado a aquella conclusión.
- No es una prueba muy sólida.
- No, no lo es. Por eso no vamos a decirle nada. De hecho he dado orden de que se continúe con el entierro como si no hubiéramos resuelto el caso y que los próximos días se vigilen discretamente las sepulturas. Si era cómplice de su pareja, espero que haga algo para desenterrarle cuando no aparezca. Quizás incluso confiese.
- ¡Vaya, que retorcido!
- Gracias, hombre.
- ¿Y si no resulta? Quizás fueran cómplices y ella sea capaz de aguantar la presión.
- Si es capaz de aguantar la presión, se nos habrá escapado. Aunque no estoy segura de que unos cuantos años de prisión sean peores que los días que ella pasará hasta que descubra que su novio descansa en una celda y no en un ataúd.
- Desde luego seria una buena...

Y mientras Salgado sonreía condescendientemente, su compañero miraba con aprensión las tapias del cementerio que dejaban atrás.

01 julio 2007

El caso de la epidemia - II

El caso de la epidemia - I


La inspectora Salgado y el doctor Varela observaban en silencio como los empleados de Pompas Fúnebres introducían los pesados ataúdes en la habitación. Aunque la temperatura en la estancia era bastante fría, la poca altura, la ausencia de ventanas y la escasa luz artificial la hacían un lugar sofocante.

Varela solicitó a los operarios que dejasen las cajas abiertas. Petición cumplida con tanta rapidez como aprensión. Y comenzó a chequear el cadáver de la señora Ferrer con ojo clínico mientras apuntaba algunos detalles en una libreta.

La inspectora se acercó a él y realizó su propia observación del cuerpo. Reposaba con las manos sobre el abdomen y un serio rictus de serenidad en su anciano y pálido rostro. Salgado supuso que la preparación del cadáver había sido responsabilidad de la señora Miramar, pues estaba distinguidamente vestido, luciendo un nutrido conjunto de joyas, algunas grabadas con lo que la policía supuso sería el blasón de los Ferrer.

El cuerpo del joven sobrino Ferrer también ofrecía buena presencia. Quizás gracias a la acción o la voluntad de su novia. Las manos recostadas a ambos lados, mostraban su traje barato pero elegante. El rostro igual de sereno que el de su tía, aunque menos serio y pálido.

Cuando se dirigían al tercer ataúd, en el que reposaba el cuerpo de la asistenta Margarita, tras picar levemente a la puerta el doctor Alberdi entró en la estancia y saludando se dirigió a su superior:

- Tal y como pediste he hablado con el abogado de los Ferrer. El doctor estaba en lo cierto respecto a la hacienda de la familia. Doña Esperanza no contaba con ninguna posesión reseñable. A parte de sus deudas.
- ¿Y la casa?
- Del banco. Como casi todo lo que contenía.

El doctor Varela abandonó el chequeo de los cadáveres para unirse a la conversación:

- ¿No deberían investigar a Margarita en lugar de a doña Esperanza?
- Al presentar las tres defunciones las mismas características, la inspectora cree que si Margarita fue envenenada, es muy probable que también lo fueran los Ferrer. Y en principio, la señora Ferrer parece el único nexo de unión. Además de la fuente más probable para un móvil.
- Pero ahora que han confirmado que estaba arruinada, el tema del móvil se complica, ¿no es así?
- Existen otras posibilidades --intervino Salgado. ¿Venganza tal vez?
- ¿Venganza? --preguntó a su vez, extrañado, el doctor Varela. Desde hace veinte años que falleció su esposo, la señora Ferrer prácticamente no ha tenido contacto con el mundo. A parte de su abogado, todas las personas que teníamos relación con ella estábamos esta mañana en la casa.

La inspectora cerró los ojos y suspiro levemente mientras se apartaba los cabellos de la sien.

- Francamente --continuó el doctor--, de tratarse de un caso de envenenamiento, solo la propia Margarita podía haberlo hecho. Espero que no lo tome como una falta de respecto, sino como un exceso de celo profesional, pero creo que deberían considerar seriamente la hipótesis de la epidemia y abandonar la estancia antes de que ustedes también se vean afectados.

Al oír estas palabras, la turbación y el cansancio de Salgado dieron pasó al más enérgico interés:

- Por tratarse de una epidemia, ¿debo suponer que el acceso a esta sala esta restringido?
- Así es. A parte del, más que reticente a hacerlo, personal de Pompas Fúnebres, solo el médico responsable de la situación y los albaceas de los fallecidos pueden entrar.
- La señora Miramar, entonces --apuntilló Alberdi. Es el albacea de la señora Ferrer --añadió ante las interrogantes miradas de sus dos interlocutores.

Salgado miró sin pensarlo hacia el ataúd de la anciana y, sin mediar palabra, se dirigió decididamente a la puerta, seguida con aire resignado por el doctor Alberdi y ante el estupor de Varela.

En la sala adjunta, un par de operarios bajaban ataúdes desde el piso superior a otro cuarto del sótano. En una esquina, frente a un viejo escritorio, la señora Miramar hablaba, con su habitual flema, con el que parecía algún cargo administrativo de la casa. La inspectora se les acercó y aprovechó el suave volumen de voz empleado por el hombre para interrumpir la conversación:

- Señora Miramar. Siento interrumpir pero me temo que...
- Querida --le cortó secamente la anciana con su habitual tono orgulloso y despectivo--, solo será un minuto mientras termino de arreglar unos asuntos importantes con el caballero.
- Con el debido respeto, no creo que sean más importantes que...
- Como le iba diciendo, señor Requejo. Marco explicitó en su testamento que deseaba se le diese sagrada sepultura al amanecer.

Salgado olvidó instantánea e inadvertidamente el enfado que ser ignorada le había causado al escuchar la conversación y comenzó a prestar más atención.

- Lo entiendo señora Miramar, pero hágase cargo de mi situación. Los empleados no están nada contentos. Ya ha habido tres que se han ido a casa alegando falsos pretextos de salud.
- Mantener la disciplina entre los subalternos es su responsabilidad señor Requejo. Y la mía es cumplir las últimas voluntades de los Ferrer. El entierro de doña Esperanza y su sobrino se oficiará al amanecer como este testamentó. Si es necesario, me quedaré aquí toda la noche para asegurarme.

Y dando la conversación por zanjada, la dama se giró hacia la policía:

- ¿Que deseaba, querida?
- Juan, avisa a comisaría, necesitaré algunos hombres --respondió la inspectora con la mirada fija en ella pero sin haberla escuchado.

El doctor subió rápidamente la escalera que daba a la planta baja mientras el señor Requejo trataba de reanimar a la desmayada señora Miramar.


El caso de la epidemia - III (Final)