15 agosto 2006

Perdón

 

Con la marcha del último de los camareros la casa quedó finalmente vacía. Había conseguido retener al joven a base de whisky y puros casi dos horas. Pero tenia que trabajar, me decía, y consiguió escaparseme con un furtivo «adiós y gracias Sr. Díaz» en un lapsus durante una de mis visitas a la licorera.

Como cada noche, me senté en el gran sofá de orejas, cuyo cuero rojo parecía lanzar los últimos latidos de un corazón, al reflejar la apagada luz de las mortecinas brasas de la chimenea frente a la que reposaba.

Y así espere el sueño. Mientras el hielo se derretía en el vaso de mi mano, intacta su última carga. El reloj, incansable, marcaba cada instante y se burlaba al prolongar el periodo entre cada marca. Ambos sabíamos que tampoco esa vez habría sueño y el viejo mueble parecia disfrutarlo.

La definitiva extinción de la lumbre sumió la gran sala en una atmósfera irreal. La luna entraba entre las cortinas pintando el lugar de azules nocturnos y verdes pantanosos. Cada golpe del viejo reloj parecía penetrar hasta lo más profundo de mi pecho, absorbiendo, como por una paja de papel, su interior.

Oprimido por el esternón, que parecía querer ocupar el hueco de mi corazón aun a costa de las costillas, me levanté sin apenas percibir el vaso que, desde el brazo del sofá, caía a romperse silenciosamente sobre la alfombra. Tambaleándome me acerque al piano de cola de la otra esquina, cuya blanca madera brillaba pálida, como la piel de un cadáver reciente, a la luz de la luna. Me deje caer pesadamente sobra la banqueta.

Y como cada noche desde hacía veinte años, la música volvió a inundar la estancia. Una melodía que no sabia tocar. Que hasta aquella primera noche ni siquiera conocía. Mis dedos se deslizaban sobre las teclas muertos pero animados, como las extremidades de una marioneta.

El Opus 69 nº 1 de Chopin surgía como una nube gaseosa desde la caja del piano. Inundando lentamente el salón. Llenando hasta los más pequeños recovecos. Borrando los contornos del mobiliario y de los relieves de la pared hasta que la gran sala parecía la imagen de un antiguo recuerdo. Yo mismo me sentía como si pudiera verme a través del difuso cristal de la memoria.

Cuando el vals lleno toda la estancia, dificultando incluso la respiración, comenzaron a aparecer. Primero no eran más que partes más difusas aun, si cabe, que el resto. Pero poco a poco, primero sus movimientos, y luego sus formas, se hicieron reconocibles. Sus rostros, serios, inexpresivos, se miraban con los ojos perdidos. Giraban y giraban al ritmo de la música con movimientos lentos y melancólicos. Hasta que se separaban en busca de una nueva pareja, en ese momento, en medio de la floritura del cambio, todos parecían encontrar su momento para mirar hacia mi.

Sus caras seguían inexpresivas y sus miradas perdidas, pero sus mudas acusaciones llenaban el hueco de mi pecho, comiéndose unas a otras por ser la más atendida. Y entonces me descubrían quienes eran, que les había hecho: cual de mis ordenes les había arrebatado la vida; cual de mis hombres les había asesinado; cual de mis negocios les había hecho suicidarse.

El desprecio asomaba a mis facciones. Siempre venían a intentar atormentarme. Como si eso fuera a cambiar algo. Como si mis disculpas fueran a devolverles sus insignificantes vidas.

Ante mi indiferencia, la música se aceleraba y los cambios de pareja se hacían mas frecuentes. A medida que la velocidad de los cambios aumentaba, sus inculpaciones se convertían en frustración al no hallar respuesta por mi parte. Luego, los más débiles primero, los de mayor voluntad después, bajaban la cabeza y se desvanecían.

Pero aquella noche no ocurrió así. No me percaté de su presencia hasta después de muchas vueltas y muchos cambios. No bailaba. Tan solo permanecía de pie, en un rincón, confundida con la habitación. Podía haber estado allí durante aquellos veinte años y no haberme percatado de su presencia. Pero sabia que no era así. Era la primera vez.

Al fijarme en ella, pareció percivirme a su vez. Pero no hubo recriminación alguna por su parte. Tan solo hechos.

Desde mi banqueta del piano fui espectador de honor de los horrores que mis designios le habían hecho a aquella niña; trate de levantarme, de impedirlo. Quemé mis pulmones gritando la orden que la salvaría. Pero como en las mejores pesadillas, mis músculos no me respondían, de mi boca no salia palabra alguna.

Cuando volví, estaba empapado en sudor, mis manos seguían tocando, las parejas seguían con su vals y la niña seguía mirándome sin fijar los ojos en mi. Y la culpa había aparecido por si sola. No era fruto de ninguna recriminación, sino que había surgido como una semilla en mi pecho. Alimentándose del resto de culpas y acusaciones, devorando después mi estomago y mis pulmones.

El sudor hacia que el frac se pegase a mi cuerpo dificultando hasta la respiración; el vapor de la música confundía mis sentidos y mi cabeza; y la culpa, harta de mis entrañas, subía por mi garganta como una bola de gusanos.

Frenético me levanté tirando el taburete y miré desconcertado a mi alrededor. La música seguía surgiendo del piano y yo corrí esquivando fantasmales parejas que giraban y giraban cada vez a más velocidad. Los cristales de la ventana que se acercaba se presentaban limpios y transparentes y, a través de ellos, el mecer de las hojas sugería la promesa de aire puro y viento fresco.

Con la cabeza hacia adelante, como un pez fuera del agua que busca regresar al charco, casi podía notar el frescor de los vidrios en la cara cuando algo me detuvo. En mi brazo, una mano blanca, casi transparente, me sujetaba con dedos de aspecto frágil pero presa férrea. Pronto otras manos se unieron a la primera y, al mirar atrás pude ver como los bailarines habían cesado en sus giros para reunirse a mi alrededor, sujetándome unos, aplaudiendo sin emitir sonido otros. Todos alegres, con la mueca sonrisa de una calavera en sus macilentos rostros.

Al volver la vista hacia la ventana, con la fe ciega de que esta se hallara, aunque solo fuera, unos centímetros más cerca, ella estaba allí, de pie. Pero no reía, ni hacia ademán de detenerme. Tan solo permanecía quieta, con su cara inexpresiva y su mirada perdida

El gélido toque de mis captores se clavaba como cuchillas hasta el hueso, cortando piel, músculo y tendón. No iban a dejar que lo hiciera. Nunca dejarían que me liberase. Finalmente vomité la culpa y caí de rodillas llorando. Y hecho un ovillo, revolviéndome en mi propio vómito, grite una sola palabra con todas mis fuerzas hasta que mis cuerdas bocales reventaron en sangre.


A SYD.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Te quedó muy bonito, me recuerda a "Pesadilla antes de Navidad", no sé por qué. Muchas gracias por las molestias, pero ya está olvidado ;)

Anónimo dijo...

"When the day is long and the night, the night is yours alone,
When you're sure you've had enough of this life, well hang on
Don't let yourself go, 'cause everybody cries and everybody hurts sometimes

[...]

'Cause everybody hurts. Take comfort in your friends
Everybody hurts. Don't throw your hand. Oh, no. Don't throw your hand
If you feel like you're alone, no, no, no, you are not alone"