26 septiembre 2005

El Hijo, los Padres y los Muertos

Un aullido me despertó. Pronto se le unieron más. Decenas de quejumbrosos lamentos. Parecía como si fueran todos los perros del pueblo.

Inquieto me levante a mirar por la ventana. En el cielo brillaba la luna más grande que jamás había visto, roja como la sangre.

Poco a poco un tenue rumor fue llamando mi atención, sobreponiéndose a los incesantes aullidos. Los vi bajar por la calle. Lentos. Tambaleantes.

Había visto demasiadas películas, jugado demasiados videojuegos y leído demasiados libros como para dudar de lo que eran. Los muertos andaban,

Corrí a la habitación de mis padres y les desperté. Me costó un poco que mirasen por la ventana, pero la intensidad creciente del murmullo de los muertos acabo por convencerles.

Nos vestimos apresuradamente y bajamos a la calle. Mi padre estaba tenso y sudoroso. Yo apretaba con demasiada fuerza la escopeta de perdigones. Mi madre lloraba medio aturdida.

El ruido del motor y la luz de los focos atrajeron la atención de los cadáveres. Y la turbo inyección los aparto rápida y ruidosamente del camino.

Una llamada de móvil estipulo Oviedo como un lugar seguro. Quizás la catástrofe solo fuera en nuestro pueblo. Al final todo iba a solucionarse sin demasiados problemas.

Llevábamos unos cinco minutos en carretera. Miré por el espejo del quita-sol del copiloto a mi madre, que iba en el asiento de atrás. No parecía sentirse bien.

Paramos en una gasolinera que, aunque bien iluminada, se mostraba abandonada. Mamá se bajo con dificultad. Su cara comenzaba a agrietarse y era incapaz de articular palabra.

Levante la escopeta hacia su cara. Mi padre me empujo. Mire hacia él. Estaba en mejor estado, pero sus ojos estaban tan vacíos como los de mi madre.

Se abalanzó sobre mí y ambos rodamos por el suelo. Mi madre se acercaba dando tumbos. A pesar de su avanzada edad papá era más fuerte que yo. Siempre lo había sido.

Pero sabía que no estaba bien de las piernas. Demasiadas operaciones. Una patada en la cadera derecha le hizo rodar de encima mía retorciéndose de dolor. Aun sentía.

Corrí hacia la escopeta y volví a apuntar a mi madre. Sus ojos vacíos seguían siendo tristes. Estaba más arrugada y oscura pero seguía siendo mamá.

Me frote los ojos con la mano libre. No podía dejarlos así. Debía ser valiente. Volví a apuntar mientras el calidoscopio que formaban mis lágrimas me ofrecía, nítidos, los recuerdos de toda una infancia y una juventud. Una vida de sacrificio.

Corrí hacia el coche. No tenía carné, pero unos amigos me habían enseñado como funcionaba el asunto una noche de fiesta.

Un trompicón. Otro. El coche se caló. Veía por el retrovisor como mi padre comenzaba a levantarse. Finalmente conseguí meter primera.

Avance lentamente hacia la oscuridad. Temía acelerar. Mis padres caminaban, balanceantes, por el arcén. Les vi hacerse pequeños por en el retrovisor. Como si les estuviera abandonando. Les estaba abandonando.

Frene y me baje, de nuevo, escopeta en mano. Bastaba con no mirarles. Solo dos disparos rápidos. “PUM” y “PUM” y podría irme en paz.

Se acercaba hacia mí en pareja, lentamente, con dificultad. Como los dos ancianos que eran. Que habían sido. Papá cojeaba notablemente de la pierna donde le había golpeado y mamá parecía intentar decir algo.

Mientras me alejaba en el coche maldecía mi cobardía. No había podido pagar con un solo sacrificio todos los que ellos habían hecho por mí.

Su imagen se escabullía en mis ojos llenos de lágrimas. Los veía vagar por los bosques solos y abandonados. Alimentándose de carroña o de otros seres humanos.

Quizás fuera demasiado rápido para aquella curva, o quizás no supiera frenar adecuadamente, o ambos. El caso es que había olvidado el cinturón de manera que ni el airbag pudo salvarme. Fue rápido y casi sin dolor. Mucho más de lo que merecía.

2 comentarios:

Abe dijo...

Buff, me ha encantado. Muy bueno

Guti dijo...

Sólo espero que no sueñes a menudo con cosas de estas...

Te felicito, muy bien contado.