16 agosto 2005

El Último Acto

El fuerte golpe le hizo caer al suelo de rodillas. Los brazos cruzados sobre el abdomen mientras trataba de recuperar el aliento. Una patada en la espalda le hizo besar el suelo con sabor a sangre.

- Más despacio tíos – dijo uno de ellos en tono de burla -. El doctor debe recibir un trato más sosegado.

Todos le rieron la gracia. Risas cargadas de rencor, revolcándose en el placer de la venganza.

No era la primera paliza que recibía en su vida. Y tal y como pintaban las cosas parecía que iba a ser la última.

Sonrió. No le importaba morir. Seguir vivo implicaría enfrentarse cada día a la añoranza. Al recuerdo de los dos últimos meses. Los meses más felices de su vida. « No, la vida del Dr. Assim» pensó.

Una patada en la boca fue la respuesta a su sonrisa. Estuvo a punto de ahogarse con un par de dientes, pero la tos los sacó fuera envueltos en abundante sangre.

- ¿Querías protagonismo cabrón? – preguntó una voz desde las alturas, escabulléndose entre el pitido del dolor -. Pues ahora tienes toda nuestra atención hijo de puta. Es lo justo, ¿no? Un doctor de mierda necesita una audiencia de mierda.

Todavía recordaba los asistentes al salón de conferencias con total claridad. Cara rostro, cada traje. Como si aun estuvieran ante él. Las grandes personalidades del país y las mayores mentes del mundo le miraban con interés, a la expectativa, casi conteniendo el aliento. También recordaba con total nitidez las transformaciones de los semblantes a medida que avanzaba su confesión. Ese no era un recuerdo tan agradable.

Pero había sido un precio pequeño a pagar, paliza mortal incluida. Durante aquellos dos meses había conocido a las personas más importantes de su vida y a las únicas que parecían mostrar algún interés por él. Un interés por su persona. Por su compañía. Algo más haya de los beneficios, la costumbre, o el sentido común.

Y eso sin tener en cuenta el interés que había suscitado entre la opinión pública. La prensa y los políticos seguían de cerca de la mente contemporánea más brillante. Aquel que había encontrado la solución a la desesperada situación del país cuando todo el sistema estaba a punto de derrumbarse.

Uno de sus agresores le levanto por las solapas del esmoquin hasta dejarle sentado. Entre la niebla del aturdimiento y la sangre pudo distinguir como le miraba, aunque resultaba imposible distinguir sus facciones.

- Ya no eres tan parecido al doctor, ¿eh?

Normal. Atendiendo a las circunstancias lo curioso sería que aun pareciese humano. Estaba claro que, aunque saliera vivo de aquella, seria imposible que volviera a suplantar a Assim, incluso aunque se repitiera aquella serie de coincidencias.

Sin duda había sido cosa del destino. A algún dios debió de parecerle justo que, después de su miserable vida, pasase algún tiempo como una persona. Y a él, que nunca había sido nadie, menos que nadie, le concedieron una posición y, en poco tiempo, unos amigos.

Unos amigos que habían llegado a aceptar con buen talante el embuste y habían querido mantener el contacto e, incluso, se habían ofrecido a ayudarle a partir de entonces.

Pero el les había dicho que no. Sin su doctorado, no era nadie. ¿Cómo afrontar la vergüenza? ¿Cómo mirarles como iguales? Él no era nadie. Fried, no, el Dr. Ülder, se había enfadado mucho por aquello.

Ni siquiera se había percatado de que los golpes habían remitido por unos instantes. Notó como una punzada fría le atravesaba la ropa. El gélido tacto del metal era casi agradable en comparación con su propia temperatura.

- ¿Tantas ganas como tenias de hablar y ahora no vas a decir nada? – preguntó el que debía de sostener el arma.
- La función ha terminado. El telón ya esta abajo – se oyó responder con voz fatigada pero firme -. ¿Qué sentido tiene decir nada fuera del escenario?
- Comemierda…

Notó como la hoja comenzaba a penetrarle la piel del estomago. El punzante dolor se convirtió rápidamente en un fuerte puñetazo de calor para después abandonar su cuerpo en forma liquida.

El frío se iba extendía para convertirse en insensibilidad. Era cierto que para ser feliz había tenido que representar una farsa. ¿Pero quién podría culparle? Sencillamente le había sido negado cualquier don que le permitiese alcanzar ese estado por si mismo. No se arrepentía de nada.

«¿De nada?» Su último pensamiento fue para sus amigos.

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