La luz entraba por entre las copas de los árboles formando rayos en la suave neblina. El pequeño bosque estaba tranquilo y las hojas secas de colores ocres revoloteaban entre los espaciados árboles. A lo lejos, la linde del bosquecillo rebelaba las soleadas praderas de alrededor.
El ruido de cascos rompió la tranquilidad. A lo lejos se acercaban hombres de Primo. Tan rápido como fui capaz salté tras los arbustos que bordeaban el camino. Pero fue demasiado tarde. Ya me habían visto.
Corrí desesperadamente, pero las bestias eran demasiado rápidas y al llegar a la salida del bosque estaban prácticamente sobre mí.
Sin embargo, algo detuvo a mis perseguidores. Compañeros de la revuelta esperaban en la pradera que lindaba con la espesura. Arremetieron contra los caballos y cuando me gire, exhausto, mis tres perseguidores estaban en el suelo.
Rápidamente agarré un fusil que había rodado hasta mí al caer el jinete de su montura. Apunte a su dueño y, sin dudarlo, apreté el gatillo. No hubo detonación alguna.
El soldado me arrebato el arma y, con decisión, le quitó el seguro dejándola lista para disparar, tras lo cual me la devolvió mirándome a los ojos. Aquella muestra de valor no debía ser pagada con la muerte. Le deje vivir.
En cualquier caso, la suerte estaba de nuestro lado. Recortándose contra la luz, la pequeña figura de uno de nuestros prisioneros. El anciano llevaba un suntuoso uniforme de general que, tras levantarse, se aplicaba en sacudir de polvo. Se trataba del mismísimo abuelo del Dictador.
Ya en la sala de ejecuciones, su aspecto era muy distinto. Sentado en la silla eléctrica, con el simple uniforme blanco, parecía más mayor y vulnerable. Aunque su mirada seguía llena de la misma determinación.
La sala era amplia, aunque su pobre iluminación no permitía vislumbrar los límites más haya de las primeras columnas. En el centro se encontraba una mesa dispuesta para un opulento banquete. Y presidiendo esta, sobre tres peldaños a modo de trono, la silla de ejecuciones.
El doctor aguardaba cerca de la mesa con las manos detrás de la cintura. Observando con sus impasibles ojos como me acercaba al conmutador. Finalmente, di paso a la corriente.
Al mirar por última vez al ejecutado, este se giró hacia mí y con su huesuda mano toco mi nuez mientras me hablaba con voz pausada y tranquila:
- Ahora tu también estas muerto.
Poco a poco mi garganta comenzó a cerrarse, El aire pasaba con dificultad. Más cuanto más me esforzaba en respirar. Mientras, el condenado – el otro condenado – no dejaba de hablar:
- Vendrás conmigo.
Me frotaba la garganta desesperado mientras boqueaba como un pez fuera del agua.
- Habrán de cavar dos fosas.
Mire hacia el doctor, esperando encontrar ayuda. Este permanecía impasible. En la misma postura. Con su misma mirada carente de emoción.
- ¿Notas el frío del olvido?
¿Por qué no se callaba? Si dejase de hablar volvería a respirar. Podría volver a saborear el aire. ¡Qué se callase!
- Este es el fin.
De rodillas, la habitación giró vertiginosamente y se apagó. Ambos habíamos muerto.
23 mayo 2005
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