01 julio 2007

El caso de la epidemia - II

El caso de la epidemia - I


La inspectora Salgado y el doctor Varela observaban en silencio como los empleados de Pompas Fúnebres introducían los pesados ataúdes en la habitación. Aunque la temperatura en la estancia era bastante fría, la poca altura, la ausencia de ventanas y la escasa luz artificial la hacían un lugar sofocante.

Varela solicitó a los operarios que dejasen las cajas abiertas. Petición cumplida con tanta rapidez como aprensión. Y comenzó a chequear el cadáver de la señora Ferrer con ojo clínico mientras apuntaba algunos detalles en una libreta.

La inspectora se acercó a él y realizó su propia observación del cuerpo. Reposaba con las manos sobre el abdomen y un serio rictus de serenidad en su anciano y pálido rostro. Salgado supuso que la preparación del cadáver había sido responsabilidad de la señora Miramar, pues estaba distinguidamente vestido, luciendo un nutrido conjunto de joyas, algunas grabadas con lo que la policía supuso sería el blasón de los Ferrer.

El cuerpo del joven sobrino Ferrer también ofrecía buena presencia. Quizás gracias a la acción o la voluntad de su novia. Las manos recostadas a ambos lados, mostraban su traje barato pero elegante. El rostro igual de sereno que el de su tía, aunque menos serio y pálido.

Cuando se dirigían al tercer ataúd, en el que reposaba el cuerpo de la asistenta Margarita, tras picar levemente a la puerta el doctor Alberdi entró en la estancia y saludando se dirigió a su superior:

- Tal y como pediste he hablado con el abogado de los Ferrer. El doctor estaba en lo cierto respecto a la hacienda de la familia. Doña Esperanza no contaba con ninguna posesión reseñable. A parte de sus deudas.
- ¿Y la casa?
- Del banco. Como casi todo lo que contenía.

El doctor Varela abandonó el chequeo de los cadáveres para unirse a la conversación:

- ¿No deberían investigar a Margarita en lugar de a doña Esperanza?
- Al presentar las tres defunciones las mismas características, la inspectora cree que si Margarita fue envenenada, es muy probable que también lo fueran los Ferrer. Y en principio, la señora Ferrer parece el único nexo de unión. Además de la fuente más probable para un móvil.
- Pero ahora que han confirmado que estaba arruinada, el tema del móvil se complica, ¿no es así?
- Existen otras posibilidades --intervino Salgado. ¿Venganza tal vez?
- ¿Venganza? --preguntó a su vez, extrañado, el doctor Varela. Desde hace veinte años que falleció su esposo, la señora Ferrer prácticamente no ha tenido contacto con el mundo. A parte de su abogado, todas las personas que teníamos relación con ella estábamos esta mañana en la casa.

La inspectora cerró los ojos y suspiro levemente mientras se apartaba los cabellos de la sien.

- Francamente --continuó el doctor--, de tratarse de un caso de envenenamiento, solo la propia Margarita podía haberlo hecho. Espero que no lo tome como una falta de respecto, sino como un exceso de celo profesional, pero creo que deberían considerar seriamente la hipótesis de la epidemia y abandonar la estancia antes de que ustedes también se vean afectados.

Al oír estas palabras, la turbación y el cansancio de Salgado dieron pasó al más enérgico interés:

- Por tratarse de una epidemia, ¿debo suponer que el acceso a esta sala esta restringido?
- Así es. A parte del, más que reticente a hacerlo, personal de Pompas Fúnebres, solo el médico responsable de la situación y los albaceas de los fallecidos pueden entrar.
- La señora Miramar, entonces --apuntilló Alberdi. Es el albacea de la señora Ferrer --añadió ante las interrogantes miradas de sus dos interlocutores.

Salgado miró sin pensarlo hacia el ataúd de la anciana y, sin mediar palabra, se dirigió decididamente a la puerta, seguida con aire resignado por el doctor Alberdi y ante el estupor de Varela.

En la sala adjunta, un par de operarios bajaban ataúdes desde el piso superior a otro cuarto del sótano. En una esquina, frente a un viejo escritorio, la señora Miramar hablaba, con su habitual flema, con el que parecía algún cargo administrativo de la casa. La inspectora se les acercó y aprovechó el suave volumen de voz empleado por el hombre para interrumpir la conversación:

- Señora Miramar. Siento interrumpir pero me temo que...
- Querida --le cortó secamente la anciana con su habitual tono orgulloso y despectivo--, solo será un minuto mientras termino de arreglar unos asuntos importantes con el caballero.
- Con el debido respeto, no creo que sean más importantes que...
- Como le iba diciendo, señor Requejo. Marco explicitó en su testamento que deseaba se le diese sagrada sepultura al amanecer.

Salgado olvidó instantánea e inadvertidamente el enfado que ser ignorada le había causado al escuchar la conversación y comenzó a prestar más atención.

- Lo entiendo señora Miramar, pero hágase cargo de mi situación. Los empleados no están nada contentos. Ya ha habido tres que se han ido a casa alegando falsos pretextos de salud.
- Mantener la disciplina entre los subalternos es su responsabilidad señor Requejo. Y la mía es cumplir las últimas voluntades de los Ferrer. El entierro de doña Esperanza y su sobrino se oficiará al amanecer como este testamentó. Si es necesario, me quedaré aquí toda la noche para asegurarme.

Y dando la conversación por zanjada, la dama se giró hacia la policía:

- ¿Que deseaba, querida?
- Juan, avisa a comisaría, necesitaré algunos hombres --respondió la inspectora con la mirada fija en ella pero sin haberla escuchado.

El doctor subió rápidamente la escalera que daba a la planta baja mientras el señor Requejo trataba de reanimar a la desmayada señora Miramar.


El caso de la epidemia - III (Final)

1 comentario:

WaaghMan dijo...

Chan chan channn.

La verdad es que no soy capaz a adivinar el móvil, pero me parece que hay una situación de cómplices en la historia...