05 noviembre 2006

Trip to London - Day 2

Finalmente me he comprado la libreta. Bueno, en realidad me he comprado dos. Lo que inicialmente iba a ser una libreta de anillas de cuatro duros para salir del paso se ha convertido en dos «notebooks» de tapas duras con el mapa de Londres en la cubierta. Por ₤6 me ha salido la broma, pero estoy de un viajero romántico subido que ríete tu de Espronceda.

El día de hoy ha sido muy completo. Habíamos quedado con Ana a las 11:30 a.m. y, como aun nos sobraba tiempo, decidimos explorar por nuestra cuenta. Eso si, que nadie se confunda, «nos sobraba tiempo» no significa que nos hubiéramos levantado para desayunar. Aunque Javi se paso desde las 7:30 a.m. despierto; por mi parte Alemania podría haber vuelto a bombardear la capital británica y yo no me hubiera despertado hasta después del desembarco.

Pensamos en encontrar la zona de Porto Bello a partir de las indicaciones que Ana nos había dado el día anterior. La verdad es que no fue muy difícil. Supongo que mis horas y horas de recorrido de mazmorras al fin han servido para algo. Y aquí ni siquiera había que matar zombis.

Se supone que, los domingos, la calle en cuestión se convierte en un mercado del copón. Por desgracia, parece que por semana no es más que una reminiscencia. Pero aun hay alguna tienda chula y las fachadas son de colorines, que siempre esta bien.

Canjear nuestro vale del desayuno por una hora más de sueño --bueno, al menos yo-- comenzaba a pasar factura. Tocaba una visita a los tan cacareados Starbucks: franquicia de establecimientos ultra-modernos y ultra-especializados en cafés y relativos que, en Londres, se dan como hongos.

El caso es que aun se me resiente la lengua de lo caliente que estaba mi capuccino... Y el monedero de pagar casi ₤3 por él. Ahora bien, si nuestros cafés son «medianos», aquello era un entero largo; y la mejor manera de describir los «muffins» y la choco-galleta que nos metimos entre pecho y espalda es con el nombre de uno de los propios «muffins»: «rise & shine».

Por cierto, «muffins» es como se refieren aquí al maravilloso imperio de las magdalenas que se tienen montado. Ni la Bella Easo en sus años mozos...

Más tiempo libre y más paseo por Notting Hill y alrededores, entre coches de esos que en Oviedo solo se ven cuando se casa alguien o hay alguna movida importante en el Auditorio. Incluso encontramos una iglesia anglicana donde se oficia por semana. Si tenemos tiempo quizás nos pasemos a ver como se montan aquí lo de hacerle la pelota al Todopoderoso.

Finalmente nos encontramos con Ana. Nos llevo a ver Holland Park, que viene a ser cómo si algún dios oriental de la naturaleza hubiera decidido colocar su paraíso en medio de la ciudad de Londres.

En medio pero a parte: las ardillas, patos y demás animales campan impunemente entre los peatones y según uno se adentra en su interior, abandona por completo la sensación de estar en medio de una gran ciudad. Todo culmina con el maravilloso parque japones --cascadas y faros de barro incluidos-- que se esconde en lo más recóndito del parque.

Tras ayudar a Ana en la investigación de un robo lleno de detalles sospechosos, nos fuimos en bus hasta el centro. No se por que pensaba que los clásicos autobuses rojos de dos pisos serian algo anecdótico, más un reclamo publicitario en el extranjero que una realidad. Sin embargo, suponen el medio de transporte urbano de superficie habitual y se dan casi tanto como los Starbucks.

En uno de ellos hicimos el trayecto hasta Picadilly Circus. Más exactamente en el piso de arriba. Mi sobreexcitada imaginación de chico de pueblo esperaba que fuera algo «más» --aunque no se exactamente «que». Pero aun así es una manera genial de ver Londres.

Nueva visita al Starbucks. Esta vez para comer. Me decidí por un sandwich de roast-beef frío que no resultó nada del otro mundo, aunque picaba un poco y tenia un sabor peculiar. Quizá caliente este mejor.

Tras la comida, visita turística.

China Town parece sacada de las películas. Aun me pregunto como es posible que de ningún restaurante salieran dos tipos batiéndose con artes marciales al son de música electrónica.

En Trafalgar Square yo creo que se les fue un poco la mano. Vale que el Almirante Nelson fuera el principal artífice de su hegemonía naval y, por tanto, de su Imperio; vale que aun nos duela el culo de las patadas que nos pego en Trafalgar; pero es que si suben un poco más el pedestal sobre el que erigieron su estatua, iban a tener que ponerle luces de posición. Aun así, es una plaza muy bella y majestuosa.

El palacio de Buckingham me cundió. En particular por estar leyendo El Vizconde de Braqelonne --tercera parte de Los Tres Mosqueteros-- y, en general, por mi afición a los siglos XVI, XVII y XVIII. Me hubiera molado verlo por dentro y hasta camine un rato por delante pensando como podría colarme. Pero los guardia de armas automáticas parecían tener mucha facilidad para identificar a cualquiera como terrorista, así que decidí dejarlo correr.

La lluvia estropeo un poco nuestras apresuradas visitas a la abadía de Westminster --para mi, si no hacen cerveza, no es una abadía--, al Parlamento y a Brigde Street, que pasa sobre el Támesis. De todas formas, a mi tanto monumento seguido me resulta tedioso con lo que volvimos a Notting Hill.

De vuelta al hotel, nos emperifollamos como coristas y de nuevo nos encontramos con Ana. Íbamos a cenar en el restaurante Belvedere. Un sitio de muy alto copete donde Ana había dejado de trabajar justo el dia antes, situado en el bucólico Holland Park. Eran las 8:00 p.m. y yo me sentía como si ya fueran las 10:00 p.m.

No estoy nada seguro de que alguna vez vaya a volver a pisar un sitio así. Mientras el pianista tocaba algo de jazz que ocasionalmente derivaba en música concreta, nos sirvieron una copa de champán y algo de margarina salada con pan especiado, o algo por el estilo.

Seguidamente la carta. Mi nivel de ingles no era suficiente como para traducir la mayoría da ingredientes. Bueno, ni de ingles, ni de francés ni de italiano (aunque «Carne con Chile» si lo entendí). De entrante, pedí algo que llevaba las atractivas palabras «black pudding» y de principal «Thai Green Fish & Vegetable Curry». Bueno, yo como de todo, y me gusta el curry...

Llega el vino blanco con los entrantes. Mi «black pudding» resulta ser pedazos cuadrados de morcilla sobre patatas cocidas. Cuando el maestresala preguntó como se llamaba aquello en España, le cuento la anécdota de las picantísimas morcillas que prepara el abuelo de Fer para las fiestas de Moreda. Toma cosmopolitismo. De todas formas la comida era exquisita.

El curry del plato principal debía estar hecho con la receta de alguna secta hinduista secreta o algo así: haría llorar a un toro de piedra de lo que picaba. Así que me, mientras me preguntaba por que el maestresala tardaba tanto en rellenar mi copa, el jazz del pianista parecia tomar matices flamencos y en la mesa discutíamos sobre la democracia en la Grecia Clásica. ¡Que carajo! Quizá sea mi única oportunidad de sentirme asquerosamente como Don Alguien.

El postre, al nivel del resto de la cena. No se exactamente que era, pero traía sorbete de mango. Y acompañado, un «vino» de postre que Javi dice que tenia un aire al Jerez. A mi me pareció una especie de vino para niños, aunque me gustó la idea de un vino para los postres.

Al terminar resulta que llovia y decidimos esperar en el recibidor. En estas salieron los clientes de la fiesta privada --un cumpleaños-- que nos fueron desplazando hasta detrás del mostrador. Resultaban el paradigma de la clase alta inglesa. Vamos, que apestaban a dinero. Si no fuera por que mi ingles no da para tanto, me hubiera intentado enrollar con alguna que tuviera cara de alegre viudita.

Al vernos detrás del mostrador, nos agradecieron la espléndida velada. Lo cual me pareció ideal para ir a abrirles la puerta, despedirles adecuadamente e, incluso, felicitar a la homenajeada. Nada, ni una propina. Esta bien claro por que tienen la pasta.

Acompañamos a Ana a su residencia donde conocimos a su simpática compañera de habitación alemana y nos dio una bolsada de libros que debíamos llevar para ella a España. Ocasionalmente me pregunté si los libros estarían llenos de droga o algo así. Finalmente nos despedimos. Fue una guia excelente y una compañía muy simpática. Espero volver a verla.

Al regresar al hotel, las luces estaban apagadas y la puerta cerrada. Ok. Javi, unos cuatro kilos de libros y yo íbamos a pasar la noche al raso. Bueno, al menos teníamos para leer.

Picamos al timbre pero no aparecía nadie mientras yo buscaba en la cartilla del hotel si había alguna norma del estilo «a las 12 en casa». Tampoco nada.

Cuando ya comenzaba a preguntarme donde seria el mejor sitio para pasar la noche, aparecieron un par de chicas por cuya expresión deduje que tampoco sabían nada del toque de queda. Afortunadamente ellas tenían un agente infiltrado que consiguió despertar al recepcionista --que todavía preguntó con cara de sueño si habíamos picado al timbre. Es la segunda vez que casi dormimos bajo el nublado cielo londinense. Todo apunta a la tragedia...

Pero bueno, todo acabó bien. Así que aquí estoy, inaugurando este diario de viaje. Tenia pensado escribir ahora también lo del primer día, pero son las 2:48 a.m. y si no estuviera tan cansado me daría la risa locuela. Mañana sera otro día.

1 comentario:

Abe dijo...

Si no me fallan mis conocimientos de cultura popular, también conocidos como "anécdotas estúpidas al azar", el café es mucho más fuerte en España que en otros países. De ahí que aquí no tengan que ser tan grandes como allí.

Aunque yo, personalmente, preferiría lo de los cafés enormes a todas horas del día y en cualquier parte, en plan serie americana. Y eso que tampoco soy muy dado a los cafés